Don Geroncio, señor de 80 octubres, casó con Granalguina, dama de 33 frondosos junios. Meses después el otoñal esposo le confiaba a un amigo: "-Tengo problemas en mi matrimonio". Responde el otro: "-Mira, Jerry...". (Antes de transcribir lo que dijo el amigo de don Geroncio quiero destacar su noble sentido de amistad. Observen ustedes: no llamaba "Geroncio" a su camarada, pues el nombre le parecía feo, y además indicativo de la edad. Le decía "Jerry", nombre eufónico y con el prestigio que da la extranjería. ¡Cuántas maneras hay de ejercitar la caridad con nuestro prójimo!). "-Mira, Jerry -le contestó su amigo a don Geroncio-. Sé que tienes 80 años, y tu esposa 33, pero, caramba, el sexo no lo es todo en el matrimonio". "-Con el sexo no tengo ningún problema -contesta don Geroncio-. Lo hacemos todas las noches. Pero después del acto del amor le quiero dar las gracias a mi esposa, ¡y nunca puedo recordar su nombre!"... Hace quizá 40 años escribí una frase que escandalizó a algunos familiares y conocidos míos: "Si quieres saber qué haremos mañana los católicos, pregunta qué hicieron los protestantes ayer". No diré que el Concilio Vaticano Segundo se hizo para darme la razón -lejos de mí tan temeraria idea-, pero bien puedo asegurar que los cambios que derivaron de esa histórica reunión confirmaron mi aserto. El uso de la lengua vernácula en los oficios religiosos, la lectura y estudio de la Biblia por parte de los laicos, la actitud cristocéntrica, el abandono de ciertos extremismos -"Fuera de la Iglesia no hay salvación"-, todo ese aggiornamento puso a mi Iglesia, la católica, en términos de concordato con el mundo y con el tiempo actual. Los laicos tenemos también nuestro sermón, y el mío consiste en la esperanza de que más tarde o más temprano mi Iglesia haga también un concordato con la vida, con la naturaleza, con el cuerpo del hombre -quiero decir del hombre y la mujer-, que es tan sagrado como el alma. Estoy hablando del celibato religioso, que no pertenece a la esencia o raíz de lo cristiano (hay incluso quienes lo hacen provenir de burdas motivaciones económicas), y del cual derivan para la Iglesia más conflictos que bendiciones. En el mejor de los casos es fuente de deserciones, y uno de los orígenes de la escasez de sacerdotes; en el peor es una de las causas de la pederastia y de los múltiples problemas que por la sexualidad reprimida afrontan quienes están sujetos al voto de castidad. Yo digo que se puede ser casto sin ser célibe. Y pregunto: ¿acaso no es aplicable a los religiosos la admonición paulina de que más vale casarse que quemarse? El amor humano no aleja de Dios, antes bien acerca a Él. Nadie puede renunciar en nombre de Dios a lo que Dios mismo puso en sus criaturas, y que por eso es santo y digno. Dar la espalda a esos dones de Dios es dar la espalda a la vida, a la naturaleza. Y la vida y la naturaleza son representación visible del Dios invisible. Sueño con una Iglesia Católica en que haya sacerdotes casados que a través del amor de su esposa y sus hijos -y nietos- conozcan una de las más bellas formas del amor al prójimo, y por lo tanto una de las más bellas formas del amor a Dios. Ahora bien: se me preguntará por qué en esta columna que trata de política hablo de religión. ¡Por la misma razón por la que aquéllos que deben hablar de religión hablan ya casi siempre de política! También se me dirá que de celibato no sé nada. Recordaré entonces a un cierto señor a quien hacían igual imputación. Respondía él: "-¡Claro que sé de celibato! ¡Mi esposa lo adoptó a los dos años de casados!"... FIN.