La cuaresma ya no es lo que era antes. Los días que antes se llamaban "santos'' son ahora comunes y corrientes, más corrientes que comunes. El paso de los años, el inexorable cambio de los tiempos, acabaron con las viejas tradiciones. Antes el regocijado júbilo del Carnaval daba el cerrojazo a la alegría mundana. Había bailes de disfraces, desfiles de carros alegóricos, combates de flores y cascarones llenos de confeti para la cabeza de los desprevenidos. Llegaba el Miércoles de Ceniza. Hombres, mujeres y niños acudían a los templos a que el sacerdote les recordara, imponiéndoles en la frente una señal luctuosa, que polvo somos y al polvo hemos de tornar. Las ciudades, como decía López Velarde al hablar de "la Cuaresma opaca'', se llenaban de "jesusitos'': tal era el nombre que recibía la señal de ceniza que se llevaba en la frente. En los templos las imágenes eran cubiertas con lienzos morados, y en las casas los grandes espejos de la sala, de ornamentados marcos dorados o en forma de dragones alas, se cubrían con paños luctuosos, igual que las "lunas" de los roperos. Los creyentes se imponían sacrificios y mortificaciones que duraban los cuarenta días de esta época penitencial... Ahora la Semana Santa ya ni siquiera se llama así. Burocráticamente es designada con el extraño nombre de "semana mayor'', como si las otras tuvieran menos días. Los escolares ya no salen a vacaciones de Semana Santa, sino "de primavera''. Estos días estaban cargados antes de significación y se solemnizaban en mil formas; ahora, sobre todo en el norte de México, por la influencia poderosa de los vecinos que tenemos, pasan inadvertidos esos días, y sólo son motivo para suspender temporalmente las actividades. No hay ya en muchas partes la ceremonia del pésame a la Virgen, ni la visita a ?las siete casas?. Va desapareciendo la tradición del sermón de las Siete Palabras, no se escucha el ronco rascar de las matracas, la quema de Judas se va extinguiendo, y no son muchas las casas en que se siguen cocinando todavía las delicias de la temporada cuaresmal, desde el caldo de habas o de lentejas hasta los postres de torrejas y capirotada, pasando por las tortas de papa y camarón, los vernáculos nopalitos, chicales o flor de palma, todo aquello que era gala y ornato de las cocinas de nuestras madres y nuestras abuelas. Ellas horneaban el pan para toda la semana a fin de no profanar el recogimiento de "los días santos'' con el trabajo mujeril. Nada de eso se ve ya. No se trata, no, de pedir el regreso de aquellos días idos para siempre, ni de decir -otra vez- que todo tiempo pasado fue mejor. Se trata sólo de evocar con íntima tristeza reaccionaria, para citar otra frase del poeta jerezano, aquellas cuaresmas moradas en que el Viernes Santo a las tres de la tarde quedaba todo quieto, inmóvil, en silencio, en imponente rememoración de un sacrificio en el cual ni siquiera pensamos nunca ya. Las cosas del tiempo que se fue son irrecuperables, y no cuadran ya con el espíritu y las maneras de los días nuevos. A veces, sin embargo, es útil volver los ojos al pasado, no para anclarse en él, sino para tocar siquiera las raíces que nos han nutrido... FIN.