La señorita Himenia Camafría, célibe madura, tenía un perico. Tal era la costumbre en las mujeres de su condición. El fementido loro, sin embargo, no imitaba el pudor y recato de su dueña: cuando la señorita Himenia se descuidaba el cotorro se escabullía hacia el corral y ahí se refocilaba con las gallinas, a las que hacía objeto de su salaz lubricidad. La señorita Himenia, claro, se consternaba al ver en su casa tal escándalo, y una y otra vez amonestaba al pajarraco, lo exhortaba a la continencia y a la castidad. "Aprende a Santo Domingo Savio" -le decía. No daba oídos el perico a las virtuosas recomendaciones de su ama, antes bien multiplicaba sus excesos. Cansada de esa pecaminosa situación la señorita Camafría amenazó al cotorro: si seguía haciendo cosas con las gallinas, le dijo, le arrancaría las plumas del copete. Ni por esas se corrigió el lascivo pájaro: volvió a ir al corral. La señorita Himenia cumplió su dicho: con todo el dolor de su corazón, pues quería bien al cotorrito y le gustaba mucho su polícromo copete, le arrancó las plumas de la cabeza, y lo dejó pelón. Mohíno y rencoroso andaba el loro, pues las gallinas se burlaban de él, y además había perdido su galanura: ¿qué habrían sido Jorge Negrete o Elvis Presley sin su copete? "Bien empleado te está -lo sermoneaba la señorita Camafría-. Con el sexto mandamiento no se juega". Sucedió que por esos días el señor obispo y el párroco del pueblo fueron a visitar a Himenia, con quien solían tomar el chocolate de tarde en tarde. Ambos prelados, por singular coincidencia, eran calvos. Cuando los dos ilustres visitantes y su amable anfitriona departían en la sala entró el perico, vio a los dos dignatarios y les dijo en tono de reproche: "Conque con las gallinas ¿eh?". Traigo a cuento ese cuento porque una vez me puso en entredicho. Recién llegado como estudiante a España, en tiempos del franquismo, tuve la mala ocurrencia de contar aquel chiste en una fiesta. El silencio que se hizo en la concurrencia sólo es equiparable al que se haría si en un concilio de la Iglesia un cardenal se levantara y dijera: "¡Viva el diablo!". Todo mundo volvió la vista a otro lado, y el resto de la noche fui el hombre invisible. En los siguientes días aprendí que el Caudillo por la Gracia de Dios fincaba su fuerza en dos poderes: la Iglesia y el Ejército. Había tantos sacerdotes y policías que los escasos disidentes españoles decían sotto voce que si un cura hubiese trepado en los hombros de un guardia civil, y luego otro guardia civil subiera sobre los hombros del cura, y así sucesivamente, España habría llegado a la Luna antes que Estados Unidos. En las ciudades españolas se respiraba un ambiente de opresión; las calles estaban llenas de sotanas y uniformes. (Fue entonces cuando nacieron algunas de esas sectas del catolicismo que le quitan a la gente sus hijos y su dinero). Pues bien: uso una expresión de Yogi Berra y digo que si Franco viviera seguramente se removería en su tumba al saber de la boda del Príncipe Felipe con Letizia Ortiz, ahora Doña Letizia. Extraños modos tiene la libertad de abrirse paso. El matrimonio del heredero de la corona de España con una plebeya, que además es divorciada, mujer de trabajo y muy dueña de sí, es una muestra del cambio de los tiempos en una España que además se dispone a reformar su Constitución para igualar los derechos del hombre y la mujer en lo relativo a la sucesión del trono. Hago hoy un breve paréntesis en mi diaria tarea de orientar a la República y envío una felicitación al Príncipe de Asturias de mis amores por sus desposorios, pero más por haber elegido esposa no por razón de Estado, sino por esas superiores razones del corazón que la razón no conoce... FIN.