El joven abogado les dice a sus colegas: "Acabo de ganar mi primer caso penal. Defendí a un anciano de 80 años acusado de haber violado a una mujer". "¿Cómo lo defendiste?" -pregunta uno. Responde el novel letrado: "Demostré que la evidencia no se podía sostener"... El salvaje antropófago tranquiliza al misionero: "No se preocupe, padre. En esta tribu somos herbívoros". "¿De veras?" -exclama con esperanza el reverendo. "Sí -confirma muy serio el caníbal-. Hervimos la carne"... Este domingo último en la tarde hice algo de mucho sentimiento: vi una vez más la película de Darryl Zanuck "El día más largo del siglo" (1962, con John Wayne y un largo etcétera). Extraordinario film es éste, hecho sobre un guión tejido con minuciosidad de artífice por Cornelius Ryan. El crítico de arte de esta columna, Pipo Lanarts, opina que "The longest day" es la mejor película de guerra que se ha hecho, con excepción quizá de "Sin novedad en el frente", de Lewis Milestone. El escritor Ryan estudió en detalle los días y horas que precedieron a la invasión de Normandía, gigantesca operación que trajo consigo el principio del fin de la Segunda Guerra. Ésta ha sido llamada "la última guerra buena", si acaso puede haber guerras buenas. Ciertamente los aliados luchaban contra el mal, contra la vesánica locura de un hombre que logró apoderarse de los cuerpos y de las almas de otros hombres, y hacerlos que lo siguieran en su camino demencial. ¡Qué pena da mirar que lo mismo que hizo la Alemania nazi en Polonia, Francia o Checoslovaquia lo están haciendo ahora los Estados Unidos en Iraq! La misma bárbara invasión, la misma ocupación brutal, igual gobierno títere como aquel de Vichy. Los héroes de ayer son los villanos de hoy; los libertadores del pasado son los opresores de nuestro tiempo; aquella guerra justa y limpia es ahora una agresión inicua y sucia. Causa tristeza ver que en el aniversario 60 de aquella gran gesta de liberación, el día D, los Estados Unidos de Bush están actuando de modo muy parecido a como actuó la Alemania de Hitler... Se iba a casar Pitoncio. La víspera de sus bodas su madre le dio un consejo muy prudente. Su novia Dulcilí, le dijo, era muchacha ingenua e inocente que no sabía nada acerca de la vida. Debía él, por lo tanto, portarse en la noche nupcial con gran delicadeza, de modo de no sobresaltarla ni lastimar su pudor y candidez. Dicho de otra manera, debía consumar el matrimonio con tacto, ternura y suavidad. Y aun con el tacto, añadió la señora, debía tener cuidado. Así pues, llegado el momento del connubio, Pitoncio refrenó sus naturales ímpetus y puso coto a su rijosidad. En vez de hacer como unos, que al son del vulgar dicho: "¡A lo que te truje, Chencha!", se lanzan como vikingos sobre su mujercita, Pitoncio le dijo con mesura a Dulcilí: "Voy a hacer algo que quizás te asuste". Y procedió luego, con exquisita ponderación, a hacer lo que tenía que hacer. Una vez más repitió la amorosa demostración, y descansó. (Tres veces más al menos la habría repetido si hubiese sido originario de Saltillo, pues las aguas y el aire de esa hermosa ciudad tienen ciertas virtudes que dan a los varones una energía inmensurable. Pero Pitoncio no había nacido ahí, de modo que sólo pudo ofrecer un bis). Dulcilí era inexperta, ciertamente, pero arte no quita naturaleza, y a pesar de su impericia la muchacha era algo cachondona, según ahí se supo. Pidió con gran vehemencia a su agotado maridito: "¡Por vida tuya, Pitoncio, asústame otra vez!". Reunió sus menguadas fuerzas el muchacho y dijo con voz que apenas pudo oírle: "¡Bú!"... FIN.