Este cuento sucede en la Edad de Piedra. Un troglodita y una troglodita se hallan en una cueva. Afuera sopla el viento invernal y cae la nieve; hace un frío que congela. Solos en la caverna, aquellos humanos primitivos se acercan uno al otro y sienten el calorcillo de sus cuerpos. Se acercan más aún, se juntan apretadamente, y eso les brinda una grata sensación. Tal proximidad los inclina a otra mayor, y bien pronto llegan a la explicable consecuencia derivada de esa cercanía: no hay cosa más natural que la Naturaleza. En medio del placentero trance que siguió exclama el hombre primitivo: "¡Caramba! ¡Esto es magnífico!". "¡Sí que lo es!" -confirma entusiasmada la mujer de las cavernas. Cuando terminan las acciones pregunta ella: "Oye: lo que acabamos de hacer ¿significa que estamos casados?". "Supongo que sí -responde el cavernario-. Creo que ahora somos marido y mujer". Se hace un silencio, y luego propone él: "¿Lo hacemos otra vez?". "No –contesta ella-. Me duele la cabeza"... Pirulina, joven muchacha proclive a la proclividad, acudió a la consulta de un siquiatra. "Doctor -le dice-. Soy débil de carácter. No puedo resistir las instancias de los hombres, y a la mañana siguiente me asaltan fuertes remordimientos de conciencia". "No se preocupe usted -la tranquiliza el analista-. Hay muchos métodos para fortalecer el carácter". "No, doctor -aclara Pirulina-. No quiero que me fortalezca el carácter. Lo que quiero es que me debilite los remordimientos"... Continúan las aventuras de lord Feebledick y su apasionada mujer, lady Loosebloomers. Fue lord Feebledick a buscar a su guardabosque, Wellh Ung, a fin de preguntarle cómo iba la cría de faisanes. Al llegar al tabuco donde vivía el mocetón escuchó jadeos, acezos, suspiros y ayes contenidos. Acercóse con presteza el lord, pues supuso que su trabajador estaría sufriendo algún súbito accidente de morbilidad, pero pudo ver que el toroso mancebo gozaba de cabal salud, en prueba de lo cual se estaba refocilando muy cumplidamente con la esposa de su empleador, lady Loosebloomers. De ella provenían aquellos ruidos, evidencia de un pasional deliquio reprobable a la luz de la moral. (El problema es que ahí no había mucha luz). Hago un intento para reproducir en forma gráfica las onomatopeyas y variadas voces que lady Loosebloomers profería: "-Oh! Yea! Ah! More! Mppf! Holy Grail! Agghhh! Rule Britannia!". Lord Feebledick, moderadamente indignado al ver aquel espectáculo de fornicación, golpeó con los nudillos el cristal de la ventana para que los lascivos amadores se percataran de su presencia. Lo mira desde la cama del pecado el mocetón y sin dejar de hacer lo que en ese momento ocupaba su atención le dice con voz lo suficientemente alta para que se escuchara por encima de los acezos y voceríos de la lady: "-Supongo, milord, que ahora no me va a dar usted el aumento de sueldo que le pedí, ¿verdad?”... Los mexicanos estamos ya cansados del sonido y la furia de nuestros políticos. Nos tienen hartos ya sus dimes y diretes, sus mutuas acusaciones y recriminaciones, sus denuncias, demandas, procesos, juicios, amparos y desamparos cotidianos. Así como los antiguos hablaban de un tedium vitae -cansancio de la vida- que los atosigaba, igual nosotros podríamos hablar de un tedium politicae, un hastío de todo lo que tiene que ver con la política y los políticos. La vida pública entre nosotros se ha vuelto un palenque o liza de estériles pugilatos en que se dirimen conflictos de facciones, o que los partidos usan para afianzar su posición y debilitar la del contrario. En los pasados siglos los pueblos sufrían el azote de la peste bubónica, el cólera, la gripe asiática y otras plagas perniciosas. Nosotros sufrimos el flagelo de la política. En vez de ser el mejor medio de servir, la política es hoy en México la causa de que nada sirva... FIN.
