Cordilio, el novio, era débil de corazón. Sus males podían formar todo un catálogo de cardiopatías: estaba afectado de cardiamorfia, cardiastenia, cardianeuria, cardiomegalia, cardiataxia, cardielcosis, cardiatelia, cardiomegalia, cardiodemia y cardiopalmia. La novia, al contrario, era mujer en plenitud de vida, fuerte de ancas, recia de muslos y abundosa de material para sentarse. Contrajeron nupacias, quiero decir que se casaron. La noche de las bodas él se tomó sus medicinas: elíxires, tónicos, tisanas, magistrales, grajeas, pastillas, píldoras, obleas, perlas, tabletas, comprimidos, granulados, cápsulas y sellos. Se recostó luego en el lecho para descansar de los afanes de aquel día. Ella salió del baño cubierta sólo por vaporoso negligé -la transparencia está de moda- que más revelaba que cubría los ebúrneos y turgentes encantos de la voluptuosa odalisca. (A ver si la ultraderecha y los medios amarillistas no organizan un complot en mi contra y tildan de pornográfica esa descripción que aspira solamente a ser histórica). Aun a esa mínima prenda renunció Lubricia, que así se llamaba la muchacha, y luego se echó encima del asustado novio con evidentes intenciones de libídine. “¡Lubricia! -le dice él muy asustado-. ¡Recuerda lo débil de mi corazón!”. “No te preocupes -responde ella-. Tu corazón para nada lo voy a necesitar”... Picina, dicho sea sin mala intención, era espantosamente fea, y además tonta, mala, antipática, egoísta, de carácter aspérrimo, intratable. En fin, nadie es perfecto. Los padres de Picina ya estaban hartos de ella, porque también era fodonga, es decir perezosa, irresponsable, floja, desobligada de las tareas de la casa. Pero bien lo señala el dicho popular: nunca falta un roto para un descosido. Le salió a Picina un pretendiente. Aquello fue un prodigio, pues la arpía no era rica. El dinero, ya se sabe, es muchas veces la única explicación de un matrimonio, pero en este caso ni dinero había. Se presentó el galán una noche en casa de la fea muchacha y solicitó hablar con su papá. Le dice: “Vengo a pedirle la mano de su hija”. Responde con cautela el genitor: “Pero te la vas a llevar toda, ¿no?”... Aun quienes con fervor de catecúmenos veían en López Obrador al salvador de la Patria, y eran ciegos ante su megalomanía y sordos a sus despropósitos, cantan ahora la palinodia y reprueban la obcecación del tabasqueño y su absoluta falta de sensibilidad política para juzgar con rectitud la manifestación cívica del domingo que pasó. López Obrador cometió una mayúscula equivocación: en vez de aceptar la validez de esa protesta la tachó de ser parte de un complot en contra suya, y así consiguió que finalmente la manifestación lo dañara en modo que muchos consideran ya irreparable. La imagen de político hábil que algunos atribuían al gobernante del Distrito Federal sufrió grave demérito, pues no se concibe que alguien tan encumbrado muestre tan escasa capacidad para hacer frente a una situación como ésta. Aun el Presidente Fox, cuyas fallas tantas veces ha evidenciado López Obrador, salió mejor librado que él. Le cayó un rayo al rayo de la esperanza, que ahora se ve desesperado y desesperanzado. Nadie lo dé por muerto, sin embargo, aunque él haya pedido que lo den por muerto. Tiene todavía a su favor la ignorancia y la pobreza, y en México las dos son mayoría... Caprón, desvergonzado tipo, llegó a su casa en horas de la madrugada. Sufricia, la abnegada esposa del bellaco, le dice gemebunda: “¡Me tenías muy preocupada, Caprón! ¡Por tu culpa no dormí en toda la noche!”. Pregunta con displicencia el cínico: “¿Y acaso crees que yo sí dormí?”... FIN.