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De política y cosas peores

Armando camorra

El novio de Bucolina, muchacha campirana, se llamaba Epitacio, pero tanto por cariño como por abreviar le decían Pi. Un día la pareja fue a un baile. Pi le dijo a su novia que la sacaría a bailar, pero antes se tomaría una cervecita con los amigos. Esperándolo estaba Bucolina cuando un mocetón fue a invitarla. “¿Bailamos, señorita?”. “No -responde ella-, porque me va a sacar Pi”. “¡Uh! -se molesta el rústico galán-. ¡Ni que la fuera a apretar tanto!”... El lenguaje es como un árbol vivo. Por eso tiene tanta viveza, y es tan vívido. Caen del árbol las hojas, y en su lugar nacen otras nuevas. Así también con el habla. Palabras van, palabras vienen. Y expresiones también, y frases hechas. Decires que ayer tuvieron grande boga hoy ni siquiera se recuerdan, y si se citan suenan a antigualla. ¿Habrá quién diga todavía, por ejemplo, “A mí mis timbres”? Servía esa locución allá a mediados del pasado siglo para significar que algo no era del interés de quien hablaba. “Eso a mí no me importa” parecía decir el que citaba aquella frase. Quizás el dicharacho nació en mi ciudad, sin que esa atribución me conste. Vivía en Saltillo por aquellos años un pintoresco, amable personaje, don Severiano García, llamado con cariño “El Chato”. Maestro de Lógica, era argumentador inexorable. Una vez, se cuenta, fue a la oficina de Correos. Estaba a cargo de la ventanilla una mujer altiva, célibe madura. Pidió El Chato: “Me da dos timbres de 5 centavos, señora”. “Señorita” -corrigió amoscada y con tono hirsuto la mujer. “No vine a averiguar virginidades -reviró don Severiano-. A mí mis timbres”. Ahí habría tenido su origen aquella frase popular. Me pregunto también si alguien dirá en Campeche aún: “Como dijo Celestino”. Esa expresión la empleaba aquel sobre quien recaía una sospecha para manifestar que otros a más de él pudieron haber cometido la falta que se le atribuía. Celestino era un niño de dos años, o menos. Su mamá lo llevaba consigo a las reuniones en que jugaba a la lotería con otras vecinas de su barrio. Sentaba al chiquillo en el suelo mientras ella se entretenía en el juego. Jugando estaba cierto día cuando una de las señoras presentes arriscó la nariz como en señal de haber percibido un tufo ingrato. De inmediato la mamá de Celestino pensó que su crío había hecho... de las suyas. Lo levantó, le separó el pañal un poco y acercó la nariz por ver si confirmaba su sospecha. El verse así acusado suscitó el justo enojo del chiquillo. Celestino, atufado, protestó: “¿A poco nomás yo tengo f...?”. Así nació esa pregunta, con la cual solía defenderse en Campeche el injustamente acusado: “Como dijo Celestino...”. Equivale a decir: ¿Acaso nada más yo pude hacer eso? Más olvidada todavía está una locución que pertenece ya a la historia antigua. La expresión que digo revestía también forma de pregunta: “¿Qué de veras, Miramón?”. Este Miramón es aquel adalid infortunado, compañero de suplicio de Maximiliano, a quien la Historia oficial, tan maniquea, ha condenado injustamente a la ignominia. Es fama que don Miguel prometía grandes cosas a su esposa Concha. Ella le preguntaba, burloncilla: “¿Qué de veras, Miramón?”. Esa zumbona frase la tomó la gente para expresar incredulidad. Pues bien: nadie me acuse de receloso: a mí mis timbres. Tampoco digan que mis palabras contribuyen a acentuar el escepticismo general. Como dijo Celestino... Pero cuando el Presidente Fox descarta a su esposa de la sucesión presidencial sin que ella misma se descarte expresamente, ganas me dan de repetir la frase recelosa: ¿Qué de veras, Miramón?... FIN.

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