La sirvienta en la casa de Pepito presentó una denuncia escandalosa: el precoz niño la había hecho objeto de un acto de libídine insólito en un párvulo tan neófito. (Discúlpenme la plétora de esdrújulas). Ante ese penoso acontecimiento -penoso de pena- los padres del tremendo infante requirieron los servicios de un licenciado en Derecho, abogado, legisperito, jurisconsulto, procurador, letrado o asesor, que todo eso ponía en su tarjeta aquel legista a fin de hacer mayor el monto de sus honorarios. Llegado el día del juicio el abogado llamó a Pepito y lo puso ante el jurado. “Bájate el pantalón, criatura” -le dijo con acento perentorio. Pepito, algo desconcertado, obedeció. “Bájate ahora el calzoncito” -mandó de nuevo el defensor. Pepito hizo lo que se le ordenaba, no sin inquietud. “Vean ustedes, señoras y señores del jurado -comienza a perorar el defensor dirigiendo la atención de los presentes hacia la partecita de Pepito-. ¿Ustedes creen que con esta cosita pudo mi defendido cometer el delito del cual es acusado? ¿Piensan ustedes que con esta cosita diminuta fue capaz este inocente niño de hacer tan reprobable cosa?”. Y mientras eso decía el abogado agitaba una y otra vez con los dedos la parte señalada. Lleno de preocupación le dice Pepito por lo bajo: “No le siga moviendo, licenciado, porque perderemos el caso”... Llegó un pequeño circo a aquel poblacho, y los animales fueron expuestos a la contemplación de los vecinos para despertar su interés y moverlos a asistir a la función. Acertó a pasar un arriero con su burro, y a fin de poder ver a los animales ató al pollino cerca del lugar donde la cebra estaba. La cebra miró al asno y fue hacia él. Le dice, vanidosa: “Todos los animales de este circo sabemos hacer algo. Yo sé bailar; otros saltan el aro o caminan por la cuerda floja. Tú ¿qué sabes hacer?”. Le responde el jumento, desafiante: “Nomás quítate la pijama y te digo”... Una cosa en común tienen todos los enemigos de la democracia: la arrogancia. Valdría la pena hacer este ejercicio: tomar la primera epístola de San Pablo a los corintios (no “a los coreanitos”, como leen algunos en la misa) y poner la palabra “democracia” en vez de la palabra “caridad” que usa el apóstol. Leeríamos entonces algo como esto: “... La democracia es humilde y es benigna; no tiene envidia; no es jactanciosa ni se ensoberbece; no actúa deshonestamente; no busca lo suyo propio; no se irrita; no obra con injusticia, antes bien se regocija en la verdad...”. Ciertamente la democracia es humilde, y toma en cuenta a los demás. En eso se finca el ejercicio democrático: en el reconocimiento del otro, aunque sea nuestro rival o adversario. De sobra está decir que una de las características más evidentes en la personalidad de Andrés Manuel López Obrador es la arrogancia. Se dice defensor de la clase popular, pero hay en él un aliento mesiánico semejante al que movía a los figurones del fascismo. Se siente por encima de la ley. Cree que el derecho se ha de aplicar a todos, con una sola excepción: él. De ahí la importancia grande que en la presente coyuntura de la vida nacional tiene el Poder Judicial de la Federación. Quienes lo forman deben hacer abstracción de la política y fincar sus actuaciones en fundamentos de derecho, pues de otra manera regresaremos a los tiempos en que la norma jurídica obligaba sólo a los gobernados, y claudicaba o se ponía en suspenso en tratándose de los gobernantes. Los juzgadores han de estar al margen de ese sonido y esa furia que es la lucha política. Les corresponde la tarea de mantener vigente el imperio de la ley. Ésta no sabe de politiquerías, y sirve para mantener esa seguridad jurídica que es base de la vida en sociedad… FIN.