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De Política y Cosas Peores

Catón

La maestra de educación sexual les dice a sus jóvenes alumnas: "No se distraigan en la clase, chicas. Recuerden esto: las que pongan atención saldrán aprobadas, las que no, saldrán embarazadas"... Ante la sorpresa general un buzo entró en la tienda de departamentos. Vestía el atuendo de los antiguos buceadores: traje de lona, zapatones con pesada suela de plomo, escafandra... Era una imagen salida de la novela "Veinte mil leguas de viaje submarino", de Verne. Con pasos de galápago llegó al mostrador de lencería y pidió un brassiére, sostén, ajustador, corpiño o ceñidor, que todos esos nombres registra la Academia para referirse a la prenda interior femenina usada para ceñir el pecho. A mí me gusta más brassière, que por ser palabra francesa tiene un vago acento de erotismo.(Todas las palabras francesas, aun las empleadas en la teneduría de libros, tienen un vago acento de erotismo). Me desagrada, en cambio, "ajustador", que suena como a choque y a seguro de automóvil. No me imagino diciendo: "Quítate el ajustador, mi vida". Las palabras deben corresponder a la ocasión, y eso de "ajustador" no va con el momento. Aunque en última instancia, lo reconozco, es el momento el que da sentido a las palabras, y no las palabras al momento. Pero me estoy apartando del relato. Llega pues aquel buzo al mostrador y pide a la encargada un brassiére. La muchacha le muestra uno que resultó ser precisamente lo que buscaba el buzo. Le dice la empleada: "¿No quiere también la pantaleta?". Pregunta el buzo con asombro: "¿Qué hay para sirena?"... Yo también hablo de Neruda. Tengo un recuerdo de él. Año de 196, septiembre u octubre, por ahí. Universidad de Indiana, en Bloomington. Se presentó el poeta a decir su poesía. El vasto auditorio se llenó de un público expectante, dos mil personas, quizá más. Y es que Neruda llegaba con todos los Nerudas: el poeta, claro, pero también el político, el formidable comunista, el luchador social, el sonoro denunciador de los vicios del imperialismo norteamericano... En aquel tiempo de efervescencia ideológica, de agitación estudiantil, la presencia de esa voz era un imán. No quedó vacía una butaca, y mucha gente se acomodó en el suelo, en los pasillos y las escaleras. Una voz anunció con laconismo: "Pablo Neruda". Apareció el poeta y fue saludado con una ovación oceánica, como él. Llevaba unos papeles y unos libros. Se sentó frente a una pequeña mesa con lamparilla; se apagaron las luces de la sala y el chileno empezó la lectura de sus versos. ¡Qué prodigio! Ahí estaban las maravillas del Canto General, de la Residencia en la Tierra, de España en el Corazón... Pero ¡qué mal leía Neruda! Su voz era monótona, aburrida, sin matices. Parecía un contador leyendo el informe de accionistas. Ni siquiera levantaba los ojos del papel. A la media hora la gente se empezó a salir. Conforme transcurría el tiempo la lectura se hacía más tediosa. Cuando la terminó Neruda, una hora y media después de haberla comenzado, quedábamos en la sala dos o tres centenares de personas. El aplauso fue frío. Hizo él una vaga inclinación de cabeza y salió del foro con la misma actitud indiferente con que había entrado. Intenté convertir aquello en una imagen: al final los poetas se quedan solos. Pero ni aun ese ripio pude conseguir. Leo ahora en la soledad -solitario homenaje- al Neruda poeta, tan distinto del Neruda panfletista que muchas veces equivocó el camino, y siento ese hálito intemporal de poesía que naufraga en las plazas y mercados porque su residencia está en la tierra, en esa tierra sola que somos el poeta, cuando hace su poesía para él, y yo, cuando leo su poesía para mí... FIN.

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