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Debilidades del presidencialismo

Ricardo Raphael

Es muy común cometer el error de concebir al presidencialismo como un sistema político donde la presidencia está por encima de los demás poderes.

En sentido inverso, suele asumirse que un sistema parlamentario es aquél donde el parlamento prima por sobre el resto de las instituciones. En la realidad no hay nada más falso.

Por extraño que parezca, mientras que en el parlamentarismo quien manda es el Poder Ejecutivo, en el presidencialismo quien suele hacerlo es el parlamento. Para entender este bizarro fenómeno vale la pena mirar de cerca al parlamentarismo.

En los países donde funciona ese tipo de sistema político, el primer ministro concentra todos los poderes. Es a la vez el líder del parlamento y la cabeza del Gobierno.

Y dado que el parlamento se encuentra por encima de los jueces, el Poder Ejecutivo termina siendo la institución más poderosa de todo el engranaje institucional. En efecto, el sistema parlamentario fue diseñado para agregar las voluntades de tal manera que el primer ministro tuviese todas las capacidades y toda la fuerza para enfrentar el poder del rey.

Lo contrario ocurrió en la confección del sistema presidencial. Al no haber rey al cual contener, la idea original fue dividir al poder de tal manera que ninguna persona pudiese acaparar todas las facultades.

Se trata de un diseño que pone en práctica el principio de la división de poderes imaginado por Montesquieu.

Un principio cuyo objetivo es buscar que para cada acto de ejercicio del poder exista siempre otro acto de ejercicio de control sobre ese poder. Si se revisan con detenimiento los textos que Madison, Hamilton y Jay escribieron para argumentar en favor de lo que más tarde sería el sistema presidencial, resulta evidente que los padres fundadores de la Unión Americana buscaron evitar la concentración de facultades que ellos habían visto y sufrido del sistema parlamentario inglés.

Un sistema que, al pasar de los años, fue dejando al rey como una mera figura simbólica y al primer ministro como el epicentro y máximo arbitro de todo el Estado.

Durante los siglos XIX y XX la evolución de ambos sistemas políticos fue consolidando los rasgos de su origen. Mientras que en el sistema presidencial privó la fuerza del órgano de control, en el sistema parlamentario se robusteció la fuerza del órgano de Gobierno.

Más allá de cuestiones semánticas, buena parte de la confusión sobre lo que se piensa de cada uno de estos sistemas políticos se debe a la experiencia presidencial de Estados Unidos. Si bien podría decirse que, contra todo lo que pensaron sus diseñadores, el sistema político estadounidense es prueba de que el presidencialismo ofrece presidentes muy poderosos, esta afirmación pierde de vista las características de la historia de ese país.

Durante la mayor parte del siglo XIX Estados Unidos tuvo un presidente muy débil. A excepción de Abraham Lincoln, quien encabezó una guerra civil, el resto de los presidentes estadounidenses tuvo un papel secundario. No fue sino hasta la primera parte del siglo XX cuando comenzaron a tener la estatura que hoy guardan.

Y la obtuvieron por razones muy distintas a las que los fundadores de la Unión Americana imaginaron. Su poder creció por circunstancias fuera del alcance de la Constitución. El robustecimiento de esa figura presidencial se debió al papel que Estados Unidos ha jugado en el mundo después de la Primera Guerra Mundial. En efecto, fue su consolidación como primera potencia del mundo lo que le otorgó al presidente de Estados Unidos un papel tan relevante dentro y fuera de su territorio.

Sobra aclarar que en este caso particular se trata de un fenómeno aislado e irrepetible. La primacía del presidente de Estados Unidos sobre el resto de los poderes de la Unión se debe a razones que son únicas en su género. Sin el poderío económico y militar con el que cuenta este presidente, su papel en el concierto de instituciones sería bastante pálido.

De ahí que sea imposible trasladar esta experiencia al resto de los países donde se practica el sistema presidencial.

Llama la atención, sin embargo, que la mayoría de los presidentes que en otras latitudes han tratado de superar la debilidad a la que sus constituciones les condenan han debido atribuirse facultades extralegales para lograrlo.

Tal es el caso en la mayoría de las naciones latinoamericanas donde el golpe de Estado ha sido una experiencia reiterada. Particular atención merece en esta perspectiva el caso del presidencialismo mexicano.

En dos ocasiones distintas el forcejeo entre los poderes Ejecutivo y Legislativo se resolvió con la instalación de un régimen autoritario. Así como la dictadura de Porfirio Díaz puede explicarse como el resultado de la situación de debilidad en la que la Constitución de 1857 colocó a la presidencia de la República, es muy probable que los 70 años de régimen priista deban explicarse como la consecuencia perversa del diseño que para el Ejecutivo hizo el constituyente del 17. En el presente la historia nos ha colocado nuevamente ante la disyuntiva: ¿queremos un Ejecutivo fuerte o uno débil? Ahora que sabemos lo que ocurre en cada escenario quizá en esta ocasión podamos evitar cometer el mismo error.

El autor es profesor del Centro de Investigación y Docencia

Económica, (CIDE).

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