Desde el punto de vista literario, defiendo el poder de las palabras sobre las imágenes, porque éstas, inmóviles y definitivas, cierran al lector la posibilidad de recrear el texto que lee en forma única y siempre distinta, como resultado de sus experiencias, estados de ánimo y sensibilidad, así como por las mil circunstancias que le permiten hacer de cada lectura repetida algo nuevo. Las imágenes literarias son mucho más plurales y cambiantes que las capturadas por una cámara, por la habilidad de un dibujante o el talento de un pintor.
No obstante, sabemos que toda regla se confirma por sus excepciones. Tomo como ejemplo la recién estrenada película sobre la pasión de Cristo, cuyo impacto todavía vibra en quienes la vimos y encontramos en ella mucho más que diálogos, actuaciones, dirección, fotografía, efectos y todo aquello que globalmente constituye un film. Catalizadora de fuertes emociones, la obra nos llega en un momento propicio -creo que muy oportuno-, cuando la distancia entre el hombre-placer y el hombre-reflexión parece insalvable. Es indudable que las imágenes de la pasión que presenta Mel Gibson están tocando más el fondo del corazón y la conciencia que las palabras que la evocan.
No pretendo sobreponer la efectividad del texto fílmico a la del evangélico; esto, además de absurdo, sería la negación de lo que la historia sagrada ha inspirado en los realizadores de la película. Pero desde que yo recuerdo, los cristianos nos hemos acostumbrado a interpretar de manera tan suave el evangelio y a concebir con tanta ligereza el sacrificio redentor de Cristo, que casi lo hemos reducido a un folclor que se repite cada Semana Santa, sea en Iztapalapa, en el Cerro de las Noas o en Filipinas, sin que su horror penetre más allá de la corteza de comodidad que protege a nuestra conciencia de cualquier malestar. Qué fácil nos resulta pensar en un hombre traicionado por sus amigos, torturado, tocado con una corona de espinas y cargando dificultosamente un tronco sobre la espalda, cruzada de verdugones.
Nos resulta fácil porque, con el alma encallecida, como temía León Felipe, lo hemos leído o escuchado muchas veces, diluida la brutalidad del hecho en palabras poco comprometedoras y porque las imágenes que lo representan, a lo más vierten sobre su cabeza, manos y pies heridos algunos goterones de sangre coagulada y muestran en sus rodillas raspones ocasionados por la triple caída, camino al Calvario. El que, sabiendo lo que le esperaba, orara angustiado y solo, mientras sus amigos dormían; el ser identificado con un beso del traidor, el ser negado no una, sino tres veces por quien aseguraba que le daría su vida; el ser acusado y juzgado contra todo procedimiento legal, abucheado, víctima de la difamación, intercambiado por un criminal vil y confeso, execrable para todos; el que su dolor despertara el escarnio y la burla de quienes imprimían en su cuerpo y en su alma tortura y humillación extremas, no parece conmovernos demasiado, puesto que permanecemos impávidos, o tal vez porque, de nuevo protegiendo nuestra comodidad, preferimos “saltarnos” el trago amargo e ignorar el viernes del dolor, para llegar a la fiesta de la Resurrección que nos libera.
Así es, porque nuestra fe tiene sentido en ese misterio y en la posibilidad de resucitar a la Vida, cuyo boleto paga Jesús con la tortura voluntaria, amorosamente acepta-da. Pero me parece que el pago es demasiado caro como para no tomarlo en cuenta. Creo que si examinamos nuestros merecimientos, los personales y los sociales, resultan ridículamente rabones, para justificar una sola de las espinas clavadas en la cabeza de Jesús.
Desde mi ser católico, confieso con vergüenza que, a pesar de lo mucho que he visto, a pesar de mi educación religiosa familiar y escolar, los numerosos textos leídos, los comentarios y discusiones al respecto, las muchas reflexiones y penas que me ha suscitado la figura de Cristo y las circunstancias de su pasión y muerte, no me habían llevado a pensar en las dimensiones del suceso con la claridad y el horror que muestran las imágenes fílmicas, ahora esculpidas en mi corazón.
Como si la humanidad de Cristo permaneciera resguardada por su divinidad, lo pensaba doliente, sí, pero no demasiado. Lo mismo a María: su condición de “elegida” para ser madre y por ende modelo y formadora del hijo de Dios, para transmitirle sus rasgos humanos, conducir sus pasos, darle ejemplo y amor, hacían de su figura algo grande, pero igualmente “protegido” por obra divina de las lesiones, los agravios, la suciedad y la sangre que rodearon la masacre de las últimas horas de su hijo.
Con todo lo que quiero a María, con la lata que le pongo cada vez que los míos pasan por problemas o viven alguna pena, no imaginé la profundidad de las suyas, hasta verla testigo del sufrimiento físico y moral, de la decepción, la violencia, el castigo infame y sin límites, la burla y la aparente derrota de Jesús. En silencio, el dolor de la madre de Cristo grita por sus ojos y su presencia a lo largo de esa jornada interminable de la pasión. He admirado las más bellas obras del arte gótico y renacentista que ponen en brazos de María al hijo muerto en “piedades” de formas, gestos, materiales y perfecciones distintos, pero en ninguna percibí el dolor de la madre con el cuerpo de su hijo en brazos, hecho una piltrafa de sangre y carne masacrada, como en el documento que estamos comentando.
¿Qué pretendía Mel Gibson, en verdad, al hacer esta película? Yo no tengo nada que ver con el cine ni estoy capacitada para valorar los méritos o las fallas de una película. De hecho, dudo cada vez que escribo el término, porque pienso que éste es accidental; es decir, se trata de una película, pero no es posible referirse a ella como tal. El asunto, los personajes, el tema y las ideas que transmite poseen tal magnitud y son tan relevantes para el espectador, que lo fílmico se convierte en un simple instrumento para predicar, convertir, recordar, acusar o mover a la reflexión. Lo demás sale sobrando.
En cuanto a la polémica generada en torno al presunto antisemitismo del director, me parece improcedente. No puede asignarse un papel distinto al Sanedrín, que históricamente acusó, juzgó y exigió la muerte de Jesús bajo cargos que hoy resultan absurdos, porque, además de desvirtuar la realidad con la que se cumplieron las profecías, sería como pretender que la soldadesca romana hubiera asumido un papel civilizado y que el propio Jesús no fuera judío.
Veo el trabajo de Gibson como una profesión de fe, respetuosa y contrita, encaminada a denunciar en voz alta la capacidad humana de dañar al inocente, nuestra torpeza para desear el bien, nuestra renuencia para aceptar el amor y la entrega incondicional y, sobre todo, la increíble ofrenda que hace de sí mismo Jesús, flagelado, desangrado, burlado, a quien todo se le niega, menos el dolor, mientras pide al Padre el perdón para sus verdugos.
El tono rosa de la pasión de Cristo que antes nos conmovía, aunque no lo suficiente, toma hoy colores más intensos: es roja como la sangre que la madre recoge para evitar más profanación. Los azotes y los clavos referidos por los evangelistas adquieren mayor volumen en las tiras de carne, nervio y chorros de sangre arrancados por el flagelo y el martillo al cuerpo herido con toda la saña posible, enrojeciendo nuestra pálida visión de su sacrificio y muerte.
Pienso que, al margen de su credo y de su edad, todo mundo debe ver La Pasión de Cristo. Ser cristianos no es una condición, ni no serlo un obstáculo para reconocer que el mal es parte de nuestra naturaleza, que vivimos bajo la mirada provocativa del demonio, que somos débiles ante la más poderosa de las tentaciones: la del egoísmo, la del propio yo, cuyo espacio, cada vez más pequeño, se cierra en torno nuestro y nos encierra, dejando fuera todo aquello con lo que no queremos comprometernos y por lo que nos negamos a luchar. Sólo un grito de amor y perdón, como el de Cristo al Padre, será capaz de vencer nuestros miedos, de despejar las tinieblas de terror y mentira. Recordar la pasión, participar de los terribles momentos evocados, tal vez sea la clave para romper el cerco y llegar a los demás.
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