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Democracia o populismo

Francisco Valdés Ugalde

La semana pasada se realizó el seminario internacional auspiciado por la Secretaría de Relaciones Exteriores y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, con el objeto de presentar en México el informe La democracia en América Latina, auspiciado por esta última institución. En el evento participaron prominentes expositores, entre los que se contaba Kofi Annan, secretario general de la ONU. Varios de los conferencistas se refirieron a la oposición entre democracia y populismo, coincidiendo en la idea fundamental de que son incompatibles, en la medida en que el populismo conduce u orilla al deterioro de la primera y eventualmente, a suprimirla. También llamaron la atención sobre la imperiosa necesidad de que los sistemas democráticos encuentren formas para atender seriamente, es decir, con resultados tangibles y progresivos, los problemas sociales más lacerantes de las naciones latinoamericanas como la pobreza, la desigualdad y la ausencia de equidad en las estructuras económicas y sociales. Se puede decir, en conclusión, que la democracia en América Latina enfrenta el desafío de ser capaz de procesar el conflicto distributivo que está a la base de la polarización social que predomina en el subcontinente y que de no conseguirlo, su existencia misma está en entredicho.

Al ver la situación de Venezuela no podríamos menos que tomar estas advertencias con toda la seriedad con que deben ser consideradas. Difícilmente se puede regatear la importancia del seminario y la oportunidad de que se haya realizado en nuestro país, pues en México se empieza a presentar de nuevo, como ha ocurrido ya en el pasado, la tensión entre democracia y populismo. Debajo del conflicto suscitado en torno a la solicitud de desafuero de Andrés Manuel López Obrador subyace esta tensión conceptual, o ideológica si se prefiere, que aunque ha hecho su aparición sistemáticamente en la opinión pública, no ha recibido la atención que merecería. La oposición entre el concepto de democracia y la idea de populismo ha sido la “antítesis” típica de América Latina y tiene ya su nueva expresión mexicana.

Se ha señalado frecuentemente que AMLO ha adoptado una posición populista, compartida por un sector importante de su partido, el PRD. Esta posición abarca desde desplantes contra la legalidad hasta políticas de distribución que no están sustentadas en finanzas públicas sanas. El basamento principal de esta postura es la presunción de que por encima de las estructuras democráticas y del Estado de Derecho están los “intereses” de la gente, entendiéndose por esto a las mayorías y sobreentendiéndose que dichas estructuras son incapaces de darles cabida.

Esta postura se presenta en el contexto de lo que podríamos llamar una situación estructural del régimen político. Nuestro sistema aún descansa sobre bases políticas que dieron origen a la formación del primer Estado populista latinoamericano, que es el Estado de la Revolución Mexicana.

Después de varias décadas de “neoliberalismo” que desmanteló buena parte de los mecanismos económicos de ese Estado (por cierto, en forma antidemocrática), parece haberse olvidado que no ha dejado de existir. Recuérdese a propósito el inmortal cuento corto de Tito Monterroso: “y cuando despertó, el dinosaurio aún estaba ahí”.

Más aún, a este “olvido” ha contribuido el avance democrático. La institucionalización de un nuevo sistema electoral plural y por consiguiente, de la competencia por los votos de los ciudadanos como única forma legítima de conseguir el poder, ha hecho posible que la formación del poder político se realice democráticamente. El gran avance en este campo ha deslavado la memoria, siempre selectiva, de problemas pendientes. Pero no es lo mismo formación que ejercicio y administración del poder. Éstos distan mucho de haber sido adecuados a las condiciones del pluralismo político. Ello queda de manifiesto en cada uno de los debates importantes sobre los temas de la Reforma del Estado. Las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso, la estructura del Poder Judicial (a pesar de sus mejoras recientes), el federalismo, el poder municipal, por mencionar algunos, están marcados por el populismo que fue impreso en cada una de esas estructuras por el PRI.

Un solo ejemplo, entre muchos de la misma índole, habla por sí solo. En aras de impulsar las reformas sociales de la Revolución Mexicana se impuso el principio de la no-reelección en los cargos de elección popular. En algunos casos de forma absoluta, como el Presidente y los gobernadores; en otros, de modo no consecutivo, como es el caso de regidores, presidentes municipales y legisladores federales y locales. Quienes en los años 20 y 30 impusieron estos cambios estaban conscientes de tres cosas: La primera era que al suprimir la reelección legislativa y municipal se vulneraba el derecho ciudadano a sancionar con su voto el ejercicio de la representación, el desempeño legislativo y la gestión del Gobierno local; la segunda era que en condiciones de partido único, es decir, sin pluralismo ni competencia electoral, la no reelección era lo único que permitiría renovar la clase política bajo el control presidencial y la disciplina partidista y la tercera consistía en que con un partido supermayoritario en los órganos de Gobierno y bajo un sistema presidencial se obtenía la fórmula del presidencialismo autoritario.

Esta supermayoría ya no existe, pero subsisten las estructuras de Gobierno con base en las cuales ejerció el poder. Para hacer que funcionen de nuevo sería necesario que un partido consiguiera al menos la mayoría absoluta de la representación, lo que en lo inmediato parece difícil, si no imposible.

Esta circunstancia nos acerca a dos problemas: 1) sin Reforma del Estado la democracia mexicana no puede procesar los problemas sociales del país, pues su estructura actual impone las divergencias más que las convergencias entre las opciones en competencia, 2) en esas condiciones la mejor política (“de masas”) es tratar de construir una supermayoría, antes que entablar el diálogo con los adversarios. De ahí el encono, por un lado, y la voluntad populista, por otro.

En el caso de México, la tensión entre democracia y populismo no sólo atañe a las preferencias de ciertos políticos, como López Obrador, ni a la inclinación de la población más desfavorecida por políticas que les beneficien, sino que está en el corazón de la construcción política del Estado que heredamos. El régimen político que sustenta al Estado mexicano no puede, sin ser reformado en serio, dar cabida a los intereses de la mayoría, con o sin líder populista.

Sin embargo, la exclusión de la “mayoría”, debida a la incapacidad del sistema político para atender sus problemas, es un llamado al populismo. De ese tamaño es el embrollo. ugalde@servidor.unam.mx Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.

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