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Derechos Humanos/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Es buena noticia que el presidente Fox proponga reformar la Constitución en materia de derechos humanos. Tantas veces se ha enmendado la carta constitucional con propósitos meramente formales cuando no retóricos y aun engañosos, que deberíamos ver con prevención las iniciativas destinadas a modificar el documento queretano. En esta ocasión, sin embargo, las enmiendas propuestas, amén de la eficacia práctica buscada, son en sí mismas una declaración de principios compartible.

Tal es el caso de la prevista supresión de la pena de muerte, un propósito anunciado o esbozado varias veces por el presidente Fox que por fin asume la forma de un proyecto de reforma constitucional. Se trata de enmendar el artículo 14, porque su redacción actual implica que es posible la privación de la vida conforme a la Ley, pues establece que a nadie se la puede quitar “sino mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento y conforme a las Leyes expedidas con anterioridad al hecho”. Subsistirá esa regulación respecto de la libertad, las propiedades posesiones y derechos.

Se eliminará por completo el último párrafo del artículo 22, cuya vetusta condición queda patente por la vejez del lenguaje: “Queda también prohibida la pena de muerte por delitos políticos y en cuanto a los demás, sólo podrá imponerse al traidor a la patria en guerra extranjera, al parricida, al homicida con alevosía, premeditación y ventaja, al incendiario, al plagiario, al salteador de caminos, al pirata y a los reos de delitos graves del orden militar”.

Como se sabe, sólo esa última frase conserva alguna vigencia, porque la facultad que otorga la Constitución a los legisladores, federales o locales para inscribir la pena capital en los códigos penales hace largo tiempo que dejó de ejercerse. La sanción subsiste en el fuero de guerra, pero hace más de cuarenta años que no se aplica. Una consecuencia lógica de la enmienda constitucional será la de suprimir del código de justicia militar dicha pena.

El abolicionismo en esta materia hace mucho tiempo que consiguió la eliminación de la pena de muerte en buena parte del mundo. Prevalece en un gran número de entidades en Estados Unidos, como bien lo sabe la sociedad mexicana, que se conmueve con las noticias sobre la ejecución de ciudadanos de nuestro país en aquellos estados. Ahora mismo está en capilla Osvaldo Torres, condenado a muerte en Oklahoma, en espera de que se reúna el siete de mayo la junta de perdones a quien ha pedido que recomiende el ejercicio de la clemencia ejecutiva, una facultad del gobernador. Si no hay perdón, Torres será ejecutado el 18 de mayo, pues no parece posible evitarlo mediante la ejecución de una valiosa sentencia de derecho internacional obtenida hace un mes por el Gobierno mexicano.

El 31 de marzo se dictó resolución en un litigio promovido por nuestro país contra violaciones a la convención de Viena sobre relaciones consulares, que dieron como resultado la falta del debido proceso legal —uno de los pilares de la vida social norteamericana— en perjuicio de 51 mexicanos, Torres entre ellos. La garantía procesal se incumplió en esos casos porque los inculpados no recibieron asistencia consular a que tienen derecho. Es razonable pensar que el desenlace de los juicios que se les siguieron hubiera sido distinto y no el de la imposición de la pena de muerte, de contar con una defensa adecuada, capaz de atender la situación específica de los procesados.

Algunos de ellos han proclamado su inocencia, no obstante lo cual serán ejecutados. Otros, en cambio, se confesaron culpables, o se probó que lo eran, de crímenes horrendos. Subleva a muchas personas, en consecuencia, que el Gobierno mexicano se ocupe de sus casos, como si procurara lenidad para delincuentes peligrosos. Naturalmente, el Gobierno mexicano no busca su libertad, ni interfiere en los procesos judiciales de otro país, salvo cuando se lesionan derechos de sus nacionales. Adicionalmente y por apego a una doctrina que ahora se consumará, busca evitar que sean reos de la pena capital.

Se requiere, sin embargo, un activismo en torno de la sentencia de la Corte Internacional de La Haya que hasta ahora no ha sido visible. Aunque el Gobierno de Washington ha solido acatar las resoluciones de ese tribunal, la última vez lo hizo con tal morosidad que el fallo de la Corte perdió eficacia y la persona cuya vida se trataba de salvar fue ejecutada no obstante que se había logrado la conmutación de su pena. Así puede ocurrir ahora. No se conoce acción alguna del Gobierno Federal norteamericano destinada a cumplir la sentencia del órgano judicial de la ONU. Y lo que es peor, no aparece en el horizonte, tampoco acción alguna del Gobierno mexicano en esa dirección.

Ha sido la defensa de Torres la que ha blandido la sentencia de La Haya en pos de preservar su vida. Pero su alegato puede estrellarse contra el aldeanismo del procurador de Oklahoma y el gobernador de Texas, quienes juzgan inaplicable en sus estados una sentencia del más importante tribunal del mundo. Ciertamente los Gobiernos de esas entidades no suscribieron la convención de Viena de relaciones consulares, pero sí su Gobierno Federal y la adhesión de Washington a ese instrumento internacional obliga al conjunto de toda la Unión.

En buena hora que se suprima aquí la pena de muerte. En mejor hora que la modorra diplomática no facilite su aplicación allá.

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