Reza una vieja máxima popular que la mujer del César no sólo debe ser honesta, sino que también debe parecer honesta. La cuestión en el fondo es simple: los hombres de poder están sometidos permanentemente al escrutinio público y en virtud de los mil y un referentes cercanos, todo lo que hagan o dejen de hacer, es cobijado de inmediato con un manto de sospecha.
Los funcionarios en México (de cualquier nivel y a lo largo y ancho del territorio nacional) se ganaron a pulso el que se sospeche de ellos; durante décadas, el servidor público se sirvió en lugar de servir y eso se paga, aunque en algunos casos, sean justos por pecadores.
Las cosas hoy son distintas, al menos en el discurso del cambio. En congruencia, los funcionarios públicos, especialmente los que acceden al poder bajo las siglas partidistas que prometen honestidad, pulcritud, eficiencia y sobre todo, una dinámica operacional para hacer las cosas en forma distinta y –por supuesto- mejor, deberían tener marcado a hierro sobre la frente, que no sólo hay que ser honesto, sino también parecerlo.
En un Torreón que vive el cambio, Eduardo Jiménez Saracho, director de Desarrollo Urbano y dueño de la empresa JIMSA, dice que ser funcionario público de primer nivel no riñe con sus negocios personales. Sostiene que no viola ninguna Ley y es muy posible que tenga razón.
Lo que se le cuestiona no es que su empresa sea o no la mejor de la Comarca o que por su prestigio sea la preferida del Gobierno del estado y mejor opción para el municipal… lo que se le cuestiona es la dualidad constructor-funcionario en cuestiones tan delicadas como el destino de recursos públicos.
Como diría un empresario: No se vale ser juez y parte en asuntos que tienen qué ver con la obra pública. Jiménez Saracho es honesto, no se puede probar lo contrario, pero hay que recordarle que también debe parecerlo.