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Detrás de la furia/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Es imposible cohonestar la furia homicida, la crueldad colectiva que en el extremo de la irracionalidad, en un salvaje ejercicio de presunta justicia por propia mano, condujo al linchamiento de dos agentes de la Policía Federal Preventiva, que fueron quemados vivos, suerte que también padeció un tercer agente, cuya vida fue salvada aunque todavía puede perderla por la gravedad de sus contusiones. Podemos recurrir a toda suerte de explicaciones sobre esa conducta, desde la ingenua que el santo de Asís comunicó a través de Rubén Darío, consistente en que “el hombre tiene mala levadura”, hasta las sofisticadas teorías sobre el comportamiento en grupo y en masa y la exasperación y frustraciones causadas por un ambiente que en todo se muestra crecientemente adverso.

Examinemos en una perspectiva institucional ese bárbaro acontecimiento. Los responsables de la tragedia, los agresores probablemente quedarán sin castigo. Su impunidad deriva de la dificultad material de identificar a los participantes en el homicidio (y no imaginamos, ni abonaríamos por supuesto la práctica de redadas que produjeran cientos de detenidos). Pero aun si se supiera quiénes infirieron las lesiones mortales y encendieron el fuego que calcinó a los agentes, tampoco podrían ser castigados en la medida de su participación a causa de una omisión legislativa, que eliminó del Código penal el homicidio tumultuario, obviamente distinto del cometido en riña, definido como aquél en que intervienen tres o más personas, a las que se les determina complicidad correspectiva. No preciso ahora cuándo se eliminó de la legislación penal esta modalidad del homicidio. Cuando se haya hecho, si no fue por torpeza lisa y llana, quizá se pensó que la etapa de irracionalidad en que se daba el tumulto asesino, presente en momentos de laxitud institucional, había sido ya superada. Pero cuando el año pasado se emitió un nuevo Código en el Distrito Federal quizá debieron reponerse las reglas que antaño figuraron en el artículo 309 del código, cuando era aplicable en el distrito y territorios federales en materia de fuero común y en toda la República en materia de fuero federal. Aunque la simple penalización de una conducta no es bastante para eliminarla, quizá la violencia homicida de la turba en varios momentos en la ciudad de México se habría podido contener.

Amén de asombrarnos por esa impunidad, que ha ocurrido ya en episodios semejantes, quizá tengamos que pensar en una previa, eventual detonador de la saña desatada en San Juan Ixtayopan. Se dice que la fiereza general fue despertada por la creencia de que los agentes victimados eran en realidad secuestradores. Se supone, porque no hay evidencia en el ministerio público, que en meses recientes habían sido secuestrados varios niños, sin que se supiera de ellos ni de sus captores. Será preciso determinar con puntualidad si en efecto aquellos delitos se cometieron, si fueron denunciados y en este caso qué curso siguió o sigue la averiguación. Puede tratarse sólo de un rumor, de una conseja esparcida en los espacios de una comunidad cerrada mediante mecanismos que refuerzan los prejuicios. Pero si hubo motivo real para el enardecimiento súbito, si los agresores creyeron hacer justicia, la deficiencia institucional no debe ser soslayada.

Tampoco puede ignorarse la lentitud e insuficiencia de la reacción de las autoridades ante los hechos, conocidos en su inicio a través de los medios de comunicación, cuyos representantes acudieron al lugar de los hechos antes que los cuerpos policiacos. La delegada en Tláhuac, Fátima Mena, con toda entereza, pero sin eficacia, llamó a la razón a los agresores antes de que consumaran su crimen, pero su exhorto fue desatendido y ella carecía de elementos para hacerlo valer. Los granaderos y agentes judiciales, sin capacidad para el control de multitudes embravecidas, resolvieron mal el terrible dilema que planteaba una intervención que salvara a las víctimas pero pudiera causar un enfrentamiento de consecuencias incalculables.

Los agentes muertos y su compañero por ahora a salvo investigaban el narcomenudeo en la zona, que como fango podrido crece y se agita en torno nuestro. Ha surgido por ello una versión que al menos debe tomarse como base de una hipótesis de trabajo en la indagación formal sobre los hechos. Como quien grita ¡al ladrón, al ladrón! para alejar la atención pública de sí mismo, podría ser que los detallistas de drogas, apercibidos de la presencia de quienes podrían lastimar sus intereses, alzaran la voz para denunciarlos como los eventuales autores de delitos, los secuestros, que tal vez ni siquiera ocurrieron. Los narcotraficantes habrían conseguido así tender un cerco de protección sobre sus actividades.

Es amplísima la panoplia de instrumentos con que ese ruin negocio inhibe la averiguación sobre sus operaciones o el castigo de quienes las realizan. Una investigación semejante realizada por miembros de fuerzas especiales de la Secretaría de Seguridad Pública capitalina derivó en una pesquisa del ministerio público federal que a su vez presionó hacia el descabezamiento de la operación policiaca que estaba resultando eficaz.

Detrás de la furia en San Juan Ixtoyapan pudo haber estado la mafia que envenena a la sociedad y provoca violencia y muerte siempre que se trata de afianzar sus intereses. Sería una nueva muestra de la dimensión del reto que enfrentan la sociedad y el Estado, un desafío en que el crimen no debe prevalecer.

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