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¿Día de Acción de Gracias? de nada.../Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Quizá uno de los impactos más conspicuos de ese Lado Oscuro de la Fuerza que para muchos representa la mentada globalización, sea el que las pachangas, festividades y celebraciones de una determinada cultura ahora son recibidas, adoptadas y festejadas en otras partes del orbe, en donde hasta hace unos años ni siquiera se sabía de la existencia de la otra cultura, menos de la festividad.

En ocasiones no es tanto el evento sino la manera de realizarlo el que se convierte en novedad. Digo, la Natividad es celebrada en todo el mundo cristiano, pero hasta hace poco cada ámbito cultural lo hacía a su manera. Desde que San Francisco ideó el primer “nacimiento”, como forma de sacar del desempleo invernal a los alfareros de Asís, el representar con arte figurativo lo ocurrido en el portal de Belén ha sido favorecido en el mundo mediterráneo. Más al norte, a Lutero se le ocurrió ponerle velas a un pino como representación del renacimiento y la redención, creando así el primer árbol de Navidad y uno de los principales riesgos de incendio de los siguientes quinientos años.

Ambas costumbres han cruzado líneas culturales: en el mundo sajón ahora es frecuente ver “nacimientos” de distintos tipos y en el latino, especialmente en México, el árbol de Navidad se ha convertido en tradición, monserga y productor de más basura que las inútiles envolturas de los (generalmente inútiles) regalos de la temporada.

Ahora bien, el andar copiando las costumbres de “los otros”, de los que no son como yo, tiene que ver con dos actitudes pura e inevitablemente humanas: el afán por salir de la rutina y el de divertirse. Si además estamos hablando de un mexicano, capaz de vender su alma al diablo por un día libre (especialmente si hace “puente”), lo extraño es que no se haya incorporado a la idiosincrasia nacional algunos rituales indonesios o bengalíes (A propósito… sí, venceremos).

Por supuesto, ver que los otros andan haciendo cosas que uno no hace y que la actividad tiene cierto atractivo (disfrazarse y gorrear dulces en Halloween, por ejemplo), invita a la imitación. Si además la percepción es que en la celebración los circunstantes se divierten como enanos, entonces no tiene nada de raro que se proceda a adaptar y adoptar el rito. Por lo general se han de cumplir ambas condiciones: el festejo ha de ser interesante y gozoso. Digo, a nadie le da por andarse haciendo la circuncisión a los veinte años nada más porque es costumbre judía, ¿verdad?

Algunas de esas tradiciones, sin embargo, no son fácilmente reproducibles. Un servidor tiene unos veinte años queriendo ser parte de algún festejo del Tet, el Año Nuevo chino. Si es en Shangai, Hong Kong o Mexicali, me importa muy poco. ¿Y en qué papel? Ah, pues sirviendo como portador de la cabeza de uno de esos dragones de lona que, llevados por varios tipos ágiles y sin ciática, serpentean por las calles en tales ocasiones. Nunca se me ha hecho. Si alguien va a organizar uno de ésos, desde ahorita me ofrezco como voluntario. No quiero morir sin haberme dado ese gusto.

(Otras frustraciones: no haber tirado nunca globos con anilina a las multitudes ociosas desde el lomo de un elefante, como lo hacen en la India; no haberla hecho de centurión romano en una Pasión de Iztapalapa, latigueando incautos con mayor impunidad que líder sindical petrolero y jamás haber besado frenética y apasionadamente a Jodie Foster; esto último no es un rito, pero sí resulta muy frustrante no haberlo hecho nunca).

El día de San Juan Bautista, en México se tenía la costumbre de mojar a tinazos o manguerazo limpio a parientes, amigos, vecinos y desconocidos. Si ello era para emular lo ocurrido en el río Jordán, o simple aprovechamiento de la oportunidad para jorobar al prójimo, no me queda claro. En todo caso, en La Laguna ésta no fue nunca una tradición muy seguida, al menos de los sesenta para acá. Quizá uno más de los estragos históricos del Simas. Digo, el agua no está para andarla tirando en la calle, sobre todo si no sale de la llave.

Se dice que de los gringos hemos agarrado (especialmente en el Norte, por razones obvias) algunas muy malas mañas. Una de ellas, el día de San Valentín en febrero, es causa de muchos gastos y dolores de cabeza. Sobre todo cuando la relación con la otra persona no está muy clara que digamos y no se sabe si la caja de chocolates en forma de corazón es cursi, comprometedora, chafa, señal de pobreza o falta de imaginación, casi-casi una declaración, o qué rayos. Es una situación francamente angustiante… y por la que no tendríamos que pasar si los centros comerciales no realizaran bombardeo de saturación hablando de amores y amistades, que en la vida real son más bien esporádicos, de pisa-y-corre y concomitantes, si bien le va a uno.

Quienes alegan que los mexicanos en su malinchista afán absorben todo festejo norteamericano que se les pone enfrente, dejan de lado una realidad indiscutible: que una de las celebraciones más típicamente gringas y más populares en aquellos lares, la del Día de Acción de Gracias (último jueves de noviembre… o sea, en cuatro días), ha pasado virtualmente desapercibida en nuestro país. Lo más extraño es que se trata de una ceremonia en que la mayoría de los participantes comen gratis. ¿Por qué un ritual de este tipo no ha pegado en un pueblo que hace suya la invocación “Mexicanos al grito de gorra”?

No lo sé de cierto. Pero me late que hay dos explicaciones:

La gente (especialmente las señoras que se meten a la cocina) saben que un mes más tarde estarán comiendo guajolote durante semanas enteras después de Nochebuena. Con la costumbre que se ha adquirido de que el pavo sea el plato fuerte esa noche y la maldita tendencia a comprar aves mutantes de 28 kilos, ahora uno come cócono hasta el día de la Candelaria, en todas sus variedades posibles: tostadas de pavo, tortas de pavo, omelettes de pavo… no, de que es muy versátil el avechucho, eso que ni qué. Entonces, si se va a padecer ese suplicio, ¿para qué adelantarlo en noviembre?

La cultura popular americana, en numerosas películas y series de TV, hace hincapié en que el Día de Acción de Gracias es una fecha particularmente nefasta, dado que se juntan familiares que (prudentemente) se habían dejado de ver, en ocasiones, por décadas. Y que, aprovechando la reunión, sacan a relucir inquinas, agravios y deseos de revancha que han estado incubando y destilando durante quién sabe cuántos años. Basta ver los especiales de la serie “Friends” sobre Thanksgiving, para que a cualquiera se le quiten las ganas de festejar esa celebración.

Por supuesto, pese a su mala reputación (y lo mal escogido de la fecha: muchos aeropuertos ya están nevados a estas alturas), en Estados Unidos se producen movimientos masivos de gente que se desplaza miles de kilómetros, sólo para reprocharle a la hermana menor el haber sido siempre la favorita de papá, recriminar acre y violentamente al primo por habernos roto un avión a escala 27 años atrás y quejarse de la salsa de arándanos que la anfitriona tardó 16 tiendas en conseguir. Si se fijan, está simpática la celebración. Pero para esos desfiguros, en México tenemos muchas otras ocasiones: desde unos Quinceaños bien regados, hasta ciertos funerales donde confluyen distintas familias del mismo difunto, if you know what I mean.

Ya para terminar, hay celebraciones que no entiendo porqué no se han popularizado en otras partes. Existe un pueblo en España en el que, no sé qué día, los habitantes se agarran masivamente a tomatazos. Todos. Y todos contra todos. Las calles de la aldea quedan asfaltadas con catsup de impromptu y la concurrencia entera se divierte como loca. Como medida antiestrés ha de ser genial. Lo mismo hacen, pero con naranjas, en un pueblito de Italia. Hemos de suponer que, en ese caso, se generan más rencillas que desahogos. Comparen lo que duele un tomatazo con lo que arde un naranjazo y captarán la idea.

Claro, con lo caro que está la fruta y dados los bélicos acentos que suele emitir el culto público mexica, quizá sería cuestión de no moverle por acá. Especialmente porque en La Laguna la guerra tendría que ser… con melones y sandías. Mejor ahí muere.

Consejo no pedido para hacerse guajolote: lean “The corrections” (creo que ya está en español) de Jonathan Franzen, donde hay un capítulo sobre la gruexex que puede ser un Thanksgiving; y vean “Aviones, trenes y automóviles” (Planes, trains and automobiles”, 1987) con John Candy y Steve Martin, una de las películas más desesperantes que puedan verse… y es sobre esta fecha. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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