Hace diez años, en una semana como la que acaba de terminar, dio inicio una cadena de acontecimientos que culminaron con el último genocidio del Siglo XX, una centuria que fue pródiga en ese tipo de lúgubres fenómenos. Y al contrario de sus negros antecesores (Armenia 1915-16, la Shoah u Holocausto 1940-45, Cambodia 1975-79), éste sucedió ante las narices y con el pleno conocimiento de un mundo que se tardó mucho tiempo en reaccionar.
Y cuando lo hizo (poco, mal y tarde) Rwanda ya había entrado en el nada envidiable grupo de naciones que han visto desatarse odios comunales de dimensiones tales, que grandes grupos humanos fueron completamente eliminados por vecinos, conocidos y hasta supuestos amigos.
Rwanda es el típico invento malogrado del colonialismo europeo del siglo XIX. En un inicio fue parte del África Oriental Alemana y cuando el II Reich resultó derrotado en la Primera Guerra Mundial, Bélgica se hizo cargo de ese territorio, así como de su vecino Burundi.
Aunque minúscula (Rwanda cabe más de cuatro veces en Coahuila), es una región muy densamente poblada debido a la fertilidad de su suelo. Y los belgas encontraron ahí, arrejuntadas por las veleidades del trazo de fronteras realizado vaya uno a saber en qué escritorio de Versalles o Londres, a dos naciones étnicamente diferentes: los hutu, agricultores que constituían una mayoría y los tutsi, ganaderos y minoritarios (que no, ni comían ni producían paletitas).
Al parecer considerando que los pastores son más civilizados que los peones, los belgas decidieron depositar su confianza en la minoría tutsi. Y así los tutsi partieron el queso no sólo durante el dominio belga, teniendo los mejores empleos; sino también después de la independencia (ocurrida en 1960), cuando acapararon los principales puestos públicos en el Ejército y el Gobierno.
Ello provocó numerosos choques y fricciones étnicas, hasta que a principios de la década pasada los hutu finalmente consiguieron colocar a uno de los suyos, Juvenal Habyarimana, en la presidencia. Este régimen rápidamente se vio amenazado por una guerrilla tutsi, el Frente Patriótico de Rwanda (FPR), que le empezó a hacer la vida de cuadritos. Tanto, que la ONU envió un contingente de Cascos Azules, comandado por el general canadiense Romeo Dallaire, para separar a los bandos en pugna luego de un cese al fuego.
Estando así las cosas, Habyarimana hizo un viaje a la vecina Burundi. Lo que pasó a su regreso, el seis de abril de 1994, nunca ha sido suficientemente explicado.
El caso es que cuando el avión de Habyarimana se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Kigali, la capital, fue alcanzado por un misil. Nunca se ha aclarado quién fue el autor del atentado. Habyarimana y el resto de los ocupantes de la aeronave murieron en el acto.
Los hutu consideraron esto una provocación tal, que lo que podríamos llamar Las Fuerzas Vivas reaccionaron con gran cólera y rapidez: secretarios del gabinete, líderes de colonias, locutores de complacencias y hasta obispos católicos convocaron a los hutu a que salieran y mataran a todos los tutsi que fuera posible.
Turbas de hutus, usualmente armadas con machetes, les hicieron caso con siniestra eficiencia. En barrios, aldeas, caseríos, por todo el país, gente común y corriente armada con lo que halló a mano, se puso a masacrar a quienes no eran de su etnia, así hubieran sido sus vecinos durante años y hubieran visto juntos el fut quién sabe cuántos domingos. Incluso los hutus moderados que se rehusaban a unirse a la chusma, o quienes trataban de proteger a sus amigos tutsi, solían sufrir la misma suerte.
Mientras los cadáveres se iban apilando, Dallaire suplicaba de todas las maneras posibles al Consejo de Seguridad (CS) que se enviaran refuerzos masivos e inmediatos para detener la masacre. Nadie le hizo caso (en un documental francocanadiense, Dallaire lloraba de rabia e impotencia cuando recordaba aquello). Finalmente, cuando la cuenta de cadáveres ya sobrepasaba los tres cuartos de millón, el FPR se lanzó al ataque, detuvo la matanza y derrocó al Gobierno o lo que se suponía era el Gobierno rwandés. El líder de la guerrilla tutsi era el actual presidente, Paul Kagame.
En sólo cien días y básicamente con tecnología de la Edad del Hierro, sin el concurso de la sofisticación y organización nazis o del Ejército otomano, unas 800,000 personas habían sido asesinadas: algo así como el 11 por ciento de la población original, uno de cada nueve hombres, mujeres y niños.
Situando ese horror en el contexto de México, implicaría matar a diez y medio millones de personas: diez veces los muertos de la mentada Revolución Mexicana en unos tres meses.
No sólo esta masacre había ocurrido en pleno final del siglo XX, sino que buena parte de las matanzas habían sido registradas y notificadas por medios de comunicación occidentales. El mundo había sabido lo que estaba pasando… y no había movido un dedo.
Diez años después, muchas de las lecciones que deberían haber sido extraídas de Rwanda siguen sin ser aprendidas. Pero para no ser fastidiosos nos centraremos sólo en cuatro de ellas:
Los humanos son los más salvajes del reino salvaje: Quien todavía piense que hemos avanzado mucho en el proceso civilizatorio durante los últimos siglos o décadas, debería echarle un vistazo a lo ocurrido no sólo en Rwanda sino, casi al mismo tiempo y a miles de kilómetros de distancia, en Bosnia-Herzegovina. Y que los creyentes en las bondades de la civilización podrían alegar que Rwanda era un país eminentemente rural y con altos índices de analfabetismo… como si Himmler y Heydrich (padres del Holocausto) hubieran sido pastorcillos cuates de Heidi y su detestable borrego y nunca hubieran pasado de primaria.
En la muy culta Europa ocurrió un fenómeno semejante, aunque con muchas menos víctimas, casi cincuenta años después del Holocausto. Lo cual demuestra que el grado de educación, la sangre, la historia, no influyen mayormente a la hora en que se desatan los odios comunales… especialmente si éstos se han estado nutriendo por quién sabe cuánto tiempo. Así que cuando alguien dice que ciertas cosas ya no pueden ocurrir… más vale salir corriendo.
Confiar en la innata bondad humana y creer que la gente no se va a matar por ser chiva o águila es no conocer a los seres humanos… ni jota de historia, tampoco.
Las rejas no matan pero sí tu maldito querer… ser deaquí: Cuando hace medio siglo empezaron a conseguir su independencia las naciones del luego llamado Tercer Mundo, se llegó a un acuerdo tácito: no mover las fronteras dejadas por los poderes coloniales. La lógica era que resultaba preferible mantener en una tensa calma a dos o tres naciones, etnias o tribus tradicionalmente enemigas como parte de un país, a ponerse a revisar todas las fronteras y provocar un conflicto que fácilmente podía convertirse en continental, en especial en el caso de África.
La conseja fue: mejor no menealle, resignarnos y tratar de construir países estables con dos o tres (o cincuenta) tribus que durante siglos se la han pasado agarradas de la greña. Sí, Chucha, ¿y qué más? La historia reciente nos demuestra que si bien esa política parecía sensata, no ha funcionado. Claro que en muchos casos las eternas guerras civiles en África tienen orígenes que no son étnicos. Pero los peores ejemplos (la suerte de los ibo de Biafra en Nigeria, la de los cristianos y animistas del sur del Sudán en estos mismísimos momentos) nos hablan de que habría que ir pensando en una reconfiguración territorial.
Quién la haría, cuándo y cómo y si incluyese áreas extraafricanas como el Kurdistán, eso sí no me lo pregunten: ni que me pagaran tan bien. Lo que sí es que la premisa inicial evidentemente no ha dado buenos frutos.
Gran pollocoa pro intervención en Disneystán. El Consejo de Seguridad ¡invita!
Ha llegado el momento de plantearse seriamente cambiar la estructura de comando y control de los Cascos Azules de la ONU: la actual es lenta, ineficiente y excesivamente politizada. No sólo eso: no existe una fuerza permanente de la cual echar mano en situaciones de emergencia (que son la mayoría). De aquí a que el Consejo de Seguridad reúne las fuerzas (voluntarias) suficientes, confiándose en la buena voluntad de los países miembros de la ONU, ya pa ‘ qué.
Los esfuerzos deben encaminarse a la creación de una fuerza militar permanente de reacción inmediata, con la potencia y la capacidad de fuego suficientes (al menos una división, según el modelo de las aerotransportadas americanas: unos 11,000 hombres) como para matar de algo más que risa, como ocurría con Los Pitufos (como los bandos en pugna llamaban a los Cascos Azules) en Bosnia.
Por supuesto, esta fuerza sería multinacional, sin incluir a ningún miembro permanente del CS (¡ni ucranianos, por el amor de Dios!), bajo comando de un poder históricamente ducho y con tradición de no rajarse en estas lides (suecos o canadienses, de preferencia), pagada por la ONU (no por los Estados contribuyentes) y, lo más importante, a las órdenes exclusivas, discrecionales e irrechistables del Secretario General.
En estos momentos el pobre señor Koffi Annan tiene que andar de la Ceca a la Meca rogando y suplicando para que el CS se digne emitir una resolución solicitando a ver quién se mocha con algunos destacamentos.
Una vez logrado esto… a hacer cooperacha. Y claro, las Islas Fidji levantan la mano y ofrecen… cincuenta monos. Luego los holandeses, que ellos otros doscientos, pero que necesitan vender quién sabe cuántos tulipanes para financiar los aviones fletados. Tres días después los uruguayos se apuntan con sólo veinte, porque aún no se recuperan del susto de los dos Cascos Azules charrúas devorados por soldados caníbales en Ituri, República Democrática del Congo, (Sí, esta anécdota es verídica… y ocurrió el año pasado)… y así hasta el cansancio.
Para cuando hay suficientes militares, la crisis se salió de control y cientos (o cientos de miles) de personas ya murieron de oquis. Lo que se necesita es que al menos una brigada se pueda trepar en los aviones (y que haya siempre aviones) al día siguiente del estallido de la crisis y que ello lo pueda ordenar el Secretario General a la voz de ¡újule! y por sus pistolas. Claro que habría que poner algunas condiciones y contrapesos… pero las cosas no pueden seguir como hasta ahora. El caso de Rwanda (y lo que ocurre hoy día en Sudán) son ejemplos claros de ello.
Aunque la ONU sea blanca, ¡tú píntame angelitos negros!
La discriminación hacia el África por parte de la comunidad internacional creo que resulta más que evidente. Algunos cínicos dijeron que si los macheteados en 1994 hubieran sido blancos, la CNN no hubiera parado de contar la historia las 24 horas del día y la OTAN hubiera estado bombardeando (quién sabe a quién, la verdad) a los dos días. Tampoco tanto.
Pero lo que sí ocurre es que muchos organismos internacionales consideran al continente negro como una especie de enorme fracaso sin remedio, al que no vale la pena ponerle atención, ya no digamos recursos ni dinero.
Muestra de ello es la catástrofe que se está desarrollando en el África negra y que al resto del mundo parece tenerle sin cuidado: cómo la epidemia de VIH va a colapsar naciones enteras en unos cuantos años. Hay estados con un cuarto de su población adulta infectada.
¿Se imaginan cómo puede funcionar un país donde uno de cada cuatro niños queda huérfano? ¿Dónde todos los recursos de salud se van a tratar de detener el SIDA (o a pagar las pensiones de gente sana que se jubila a los 53 años … pero ése es otro país semiafricano por gusto), descuidando los servicios más elementales? Al menos seis países de África austral serán, para efectos prácticos, inviables en quince años. ¿Se había usted enterado?
Total, que hay todavía muchas lecciones sin aprender. Lo peor es que no parece que estemos mejor hoy que hace diez años… y otra Rwanda puede estar a la vuelta de la esquina. Acuérdense de Sudán.
Consejo no pedido para no agüitarse: lea “La Agencia de Detectives No. Uno para Damas” y “Lágrimas de la Jirafa” de Alexander McCall Smith, sobre la primera (y única) mujer detective de Botswana y cómo resuelve sus casos con una combinación del eterno femenino y sabiduría africana. Sencillamente deliciosas. Provecho.
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