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Edgar/Umbrales

Alejandro Irigoyen Ponce

La de Edgar, no sólo es la penosa historia de un niño de ocho años con un final trágico, es mucho más: la evidencia de que la realidad -nuestra realidad- puede ser mucho más dramática y dolorosa que cualquier relato de ficción, aun de aquellos que ponen a prueba al corazón más endurecido por los golpes de la vida.

El despacho noticioso de la agencia SUN, fechado el sábado 20, en Ecatepec, Estado de México, refiere con frialdad que ante el temor de ser regañado y golpeado por su padrastro por romper una lámpara de su hogar, un menor de ocho años de edad decidió quitarse la vida colgándose con un listón en el baño, mientras su hermanita, de apenas dos años de edad, se encontraba en la sala.

Es el triste fin del niño Edgar Mejía Rodríguez, que dejó una carta póstuma, en la que pedía perdón a su madre por haber roto la lámpara y le explicaba que su decisión era tomada para evitar una discusión con su padrastro, Ismael Antonio Reyes Mendoza. “Hice esto porque no quería que salieras peleando con Ismael, ni que me pegara. Por favor no llores y le das un besito a la bebé de mi parte... Atte: Edgar”.

El despacho noticioso refiere que de acuerdo con informes del cuerpo de rescate de Ecatepec, el menor tenía otra carta en la bolsa trasera del pantalón de mezclilla que llevaba puesto, donde se explicaba los maltratos constantes que recibía de su padrastro, así como las agresiones que le propinaba a su mamá.

Basta con proyectar a un niño -como desgraciadamente hay por millones en nuestro país- en una humilde vivienda, en una de las zonas más empobrecidas del Valle de México, con una madre que agota sus energías en el trabajo y con un padrastro que alivia sus frustraciones a base de gritos y golpes. Basta con proyectar una vida en donde el romper accidentalmente una lámpara es suficiente para que el miedo cale hasta los huesos y que la muerte aparezca como la mejor opción posible para librar otra escena dantesca en un hogar donde el amor y la comprensión, la tolerancia y un mínimo de comunicación cedieron su espacio, tal vez hace muchos años, a los agobios económicos y la lucha por la mera sobrevivencia.

Habría que imaginar qué clase de vida pudo tener un niño en ese domicilio marcado con número 43 de la avenida Vicente Lombardo Toledano, en la colonia Cardonal Xalostoc, que terminó a los ocho año, pendiendo del tubo donde se colocan las toallas. Son las historias de este nuestro México en donde la pobreza e ignorancia son mayoría; donde los problemas económicos se roban literalmente la esperanza, el futuro... la vida de niños y jóvenes a lo largo y ancho del territorio nacional.

La historia de Edgar puede quedar reducida a una más: “para evitar ser regañado y golpeado por su padrastro, un menor de edad se quitó la vida colgándose en el baño; deja carta póstuma explicando su decisión”; pero también puede significar una sacudida que nos ayude a comprender, por fin, que no podemos darnos el lujo de marcar distancia de la violencia que envuelve y condiciona a miles, millones de compatriotas y que nos llama a emprender una cruzada solidaria y subsidiaria –cada quién en el ámbito de sus propias posibilidades- para evitar que niños como Edgar sufran su presente y pierdan (entre golpes y miseria) cualquier posibilidad de futuro.

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