EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Efectos secundarios

Jorge Zepeda Patterson

La gran marcha del último domingo de junio es un notable éxito. Por su tamaño, por las acciones que pueda desencadenar y sobre todo por el mandato, urgente e imperativo, que se ha transmitido a la clase política. Justamente ese es su éxito, pero allí también residen sus riesgos. Es tal nuestra euforia y tan grande el deseo de los funcionarios de responder a nuestras urgencias, que el resultado podría entrañar serios peligros para la propia sociedad civil.

Uno. Habrá que evitar que el miedo nos lleve a otorgar un cheque en blanco a las autoridades. Decía Roosevelt que lo único a lo que debemos temer es a tener miedo. Las sociedades temerosas invariablemente terminan prisioneras de Gobiernos autoritarios. No podemos renunciar a libertades fundamentales para obtener mayor seguridad pública. Las sociedades medrosas suelen ser seducidas por una mano dura que tarde o temprano pasa una factura insostenible. Tal es el principio del fascismo en Europa. Durante las dictaduras militares del Cono Sur los índices delincuenciales fueron bajísimos.

Lo anterior no es una preocupación en abstracto. Se advierten ya señales de esta disposición de la comunidad a entregar porciones de libertades públicas a cambio de seguridad. Por ejemplo, la instauración del toque de queda a partir de las diez p.m. en Tlalnepantla o la incautación de los bienes y cuentas bancarias a familias víctimas de un secuestro en Veracruz o el proyecto de Ley que considera un delito no denunciar un secuestro. Son tendencias preocupantes que no debemos admitir. La lucha contra la inseguridad no debe ser con cargo a la libertad de los particulares.

Dos. No podemos aceptar la pena de muerte. Hay desde luego una razón moral. Instalarnos en la lógica del ojo por ojo y diente por diente es una manera de denigrarnos todos. Quitar la vida a una persona de manera deliberada es un acto cruel e inhumano que empobrece a la sociedad en su conjunto. Pero incluso haciendo a un lado toda consideración moral, hay un argumento de orden práctico muy disuasivo. Nuestro sistema de justicia es tan precario que podemos estar seguros que pronto estaríamos asesinado a inocentes.

Hacer las penas más severas tiene sentido sólo cuando hay una posibilidad real de capturar a los responsables. Se calcula que sólo el tres por ciento de los delitos cometidos terminan con una aprehensión. Mientras existan estos niveles de impunidad “los momios” estarán a favor de los criminales. Esto significa que sólo uno de cada 30 delitos es castigado; es decir, nuestras vidas y nuestro patrimonio están disponibles para el que los quiera tomar.

Tres. No tiene ningún sentido exigir respuestas drásticas e inmediatas a la clase política si ésta carece de los recursos necesarios. Terminar con la impunidad no pasa por otorgar al Gobierno mayor margen de arbitrariedad con respecto a los particulares. Pasa, más bien, por hacer los sacrificios necesarios para canalizar los enormes recursos financieros que requiere la modernización de las policías y ministerios públicos. La experiencia de Giulani en el descenso dramático de la delincuencia en Nueva York no es otra. Donde había un policía metió a cinco; donde había un radio de patrulla introdujo una computadora y conexiones satelitales; donde había corrupción policíaca estableció un servicio profesional de carrera y sueldos atractivos. Ciertamente, en los últimos años en México se han incrementado las partidas destinadas a la seguridad pública. Pero constituyen una proporción ridícula frente a la magnitud del problema. Si de veras queremos una solución dramática, la sociedad en su conjunto debe asumir el costo financiero que implica un cambio radical.

En lugar de ceder libertades y aceptar leyes más restrictivas, deberíamos discutir opciones fiscales para generar un ingreso extraordinario destinado a la seguridad de todos. Los excedentes del petróleo, por ejemplo o un incremento del uno por ciento a todas las bebidas alcohólicas o a determinados artículos suntuarios.

Cuatro. Lo que deja la marcha de ciudadanos es la constatación de la terrible crisis que experimentan los partidos políticos. Se supone que ellos son el puente entre la sociedad y la vida política. Durante la marcha no sólo se advirtió la desconfianza que inspiran los partidos entre la población; incluso se percibía una especie de repulsa.

Todo eso está bien para convalidar el hecho de que se trataba de una manifestación ciudadana. Pero tarde o temprano necesitamos a los partidos para canalizar estas demandas, convertirlas en leyes y hacer el seguimiento de la respuesta de las autoridades. En el transcurso de la semana una comitiva de representantes de los grupos organizadores de la marcha se reunió con Fox y Creel.

¿Pero quiénes son ellos? ¿Cuánto tiempo le dedican a esto? ¿Qué responsabilidad tienen para con nosotros? ¿Qué se les puede exigir? Sin duda hicieron un buen trabajo para convocar a una marcha, pero carecen de todo andamiaje para dar organicidad a lo que sigue. En otras palabras: necesitamos partidos representativos del sentir de la sociedad que tengan legitimidad y asideros sociales reales. O los partidos actuales se despabilan o necesitaremos crear otros.

La marcha deja detrás de sí muchos efectos secundarios. Pueden ser percibidos como riesgos, pero también como oportunidades para sanear de una vez por todas una buena porción de la agenda pendiente en el país.

(jzepeda52@aol.com)

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 97100

elsiglo.mx