El Estado moderno que tiene uno de sus fundamentos en la clara separación de su ámbito respecto del ámbito eclesiástico, ha caído muchas veces en la tentación de llevar esa sana división Iglesia-Estado a un pretendido neutralismo en aspectos éticos o axiológicos.
Es cierto que existen ámbitos de la personalidad del individuo y expresiones de dicho actuar individual en el conglomerado social que caen en la esfera de la vida particular e intimidad de la persona, en las cuales el Estado no tiene ningún derecho de inmiscuirse.
Es cierto que existe un campo en el actuar humano que se deriva de las creencias religiosas que profese dicho individuo y que por lo tanto resultan una extensión de ese ámbito de la intimidad y vida privada de la persona en las cuales el espectro de lo público, de lo político no tienen razón de ser.
Pero también es un hecho de que existe una ética objetiva derivada simplemente del ser y deber ser de la naturaleza humana y que coincidiendo en muchísimas cosas con las esferas de los códigos morales subsistentes en las distintas religiones, tienen una entidad propia de la cual no puede sustraerse la acción estatal, por más laico que se defina dicho Estado, o por más lecturas inexactas de Nicolás Maquiavelo que se hayan hecho.
Es un deber de los políticos no propiciar caos sociales derivados de la relativización de la norma ética objetiva aplicada al ámbito social, que se consigue simplemente emitiendo normas positivas populacheras y demagógicas pero que van en contra del orden objetivo derivado de la naturaleza humana.
La Ley positiva discutida, aprobada y sancionada por los políticos tiene por ello fuerza coactiva y en su exigibilidad mediante la fuerza del Estado tiene más eficiencia que la Ley natural que se deriva como su nombre lo indica, de la propia naturaleza humana.
El político tiene pues en sus manos la tentación de sentirse omnipotente, promulgando una Ley positiva impecable desde el punto de vista formal de promulgación, aún cuando ésta incida en contra de principios básicos del deber ser del actuar humano.
En ese caso el político por su autoritarismo y prepotencia o por su debilidad, incompetencia o demagogia está creando un problema futuro de inimaginables consecuencias para el conjunto de la sociedad. Un buen político debe tener siempre presente su responsabilidad trascendente no sólo frente a los ciudadanos contemporáneos que lo eligieron y lo mantienen en el poder, sino también frente a las generaciones que vendrán, con las cuales la solidaridad humana también plantea la necesidad de que encuentren un mundo y una sociedad, mejor de la que se está gozando en el presente.
Si el político no asume un compromiso fundamental de actuar conforme a la Ética objetiva, buscando en todas sus acciones el bien común de la sociedad a la que sirve, estará siendo factor de degradación de la misma.