“Malditos vagos, porqué le hacen esto a mi ciudad”, dijo un anciano el viernes pasado, cuando un grupo desprendido de la marcha de globalifóbicos destruía comercios en Guadalajara, luego de un enfrentamiento con la policía, en el marco de la Cumbre. Pero el daño iba más allá de unas vitrinas rotas y algunas estanterías vaciadas. Los vándalos que se han colado en estas protestas han terminado por perjudicar una causa que es impecable.
Hay una corriente importante dentro de estos grupos que considera que los choques con la policía en cada una de estas cumbres, ayuda a mostrar a la opinión pública el grado de exasperación y convierte a estos actos de resistencia en una noticia mundial. Pero el costo es muy alto. Primero, porque la destrucción de propiedades y negocios afecta a los vecinos, no a las corporaciones de las que se quejan. Segundo, porque optar por una vía violenta para impedir que los mandatarios se reúnan, no difiere mucho de los medios utilizados por los grandes intereses, salvo la escala. Y tercero y sobretodo, porque el movimiento ha sido incapaz de impedir la contaminación de las marchas con la llegada de verdaderos vándalos, pandilleros delincuentes, dispuestos a aprovechar los enfrentamientos con la policía para aporrear gente y propiciar saqueos. Con ello, le han permitido a los Gobiernos y medios de comunicación estigmatizar una lucha que debería ser la lucha de todos.
Y las razones están a la vista. En los últimos años el foso entre pobres y ricos se ha incrementado. La globalización no ha mejorado sino empeorado las condiciones de 3,000 millones de habitantes (la mitad del planeta) que viven con menos de dos dólares diarios. De ellos, 1,200 millones sucumben con menos de un dólar y 800 millones literalmente agonizan a causa del hambre (datos de la ONU, citados por “Jaque a la globalización”, de Pepa Roma, Grijalbo).
El problema es que no parece importarle a nadie y mucho menos a los mandatarios que asisten a las cumbres y dependen de los propietarios del dinero para ser reelectos. El poder político no representa a los ciudadanos sino a los intereses de las empresas. El poder económico hace tiempo que se ha impuesto al poder político. Y a su vez, el objetivo de la economía ha pasado de la producción a la especulación. Los ingresos de los cultivadores de arroz en el sudeste asiático no dependen más de las horas adicionales que un padre de familia pase sumido en el barro, ni la fortuna de un obrero del calzado en León depende de sus habilidades manuales. La suerte de los trabajadores la determinan los nuevos amos del universo, los ejecutivos de las grandes corporaciones a los que les importa un bledo las catástrofes sociales o las tragedias ambientales.
Por ello es que son legítimas las demandas de los globalifóbicos, o altermundistas como ahora se hacen llamar; pero también por ello es que es tan dañino el vandalismo en sus protestas.
En el movimiento participan algunos de los mejores seres humanos del planeta. Activistas que arriesgan todo para combatir el hambre en aldeas perdidas de África. Jóvenes misioneros que han declarado la guerra a las epidemias, a costa de su propia salud. ONGs que siguen trabajando allá donde la violencia o el fanatismo obligó a la ONU a retirarse.
Protestan porque saben que si los mandatarios del planeta no hacen algo, no habrá manera de parar las catástrofes sociales que se están gestando. ¿De qué sirven las medicinas para atajar un brote de disentería cuando los enfermos deberán volver a beber de la misma agua, ya que no tienen agua potable? Saben que un mero gesto de alguna de estas cumbres a favor de los desposeídos, aun cuando tenga propósitos demagógicos, puede representar la diferencia para millones de personas. Son jóvenes que están conscientes de que, por más vidas que salven, nunca se detiene la maquinaria por la que son devueltas al hambre o a la guerra.
Este fin de semana se estrenó la película “El día después de mañana”, en la que, justicia divina, un cataclismo climático provoca que el hemisferio norte del planeta padezca una súbita era glacial. Millones de norteamericanos se precipitan a territorio mexicano intentado escapar del congelamiento, pero Los Pinos decide cerrar la línea fronteriza por la incapacidad de albergar a todos. Desesperados, los estadounidenses dejan atrás sus fortunas e intentan cruzar a nado el río y convertirse en ilegales. Finalmente, Washington logra la apertura de la frontera a cambio de borrar la deuda externa de todo el Tercer Mundo. Pese a lo absurdo del argumento, la respuesta del auditorio a este perdón fue exultante. Los espectadores comenzaron a vitorear y todos terminamos convertidos en globalifóbicos, al menos hasta que los hielos comenzaron a enfriar los aplausos.
Los Gobiernos tendrían que esforzarse para que las cumbres de mandatarios sirvan para algo más que producir discursos. De nuestra parte, la opinión pública y los medios de comunicación debemos resistir la manipulación que lleva a satanizar al movimiento altermundista. Es necesario condenar la violencia y los excesos de sus marchas y separar los negros del arroz. Su cruzada es en el fondo una cruzada de todos si queremos que haya “un día después de mañana”.
(jzepeda52@aol.com.mx)