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El encuentro/Archivo adjunto

Luis F. Salazar Woolfolk

El desacato en que incurrió Andrés Manuel López Obrador y su eventual desafuero a propuesta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ha tomado un nuevo giro en razón de una reunión que habría sostenido el presidente Vicente Fox y algunos de sus colaboradores, con el presidente de la Suprema Corte de Justicia Mariano Azuela.

De acuerdo a las revelaciones sobre el tema, la junta en la que estuvieron presentes el secretario de Gobernación, Santiago Creel y el procurador, Rafael Macedo de la Concha, tuvo por objeto buscar a iniciativa del Presidente de la República, alternativas dentro del marco legal que aportaran una solución al caso, que no implicaran la solicitud del desafuero.

Lo anterior porque con toda razón, la Presidencia de la República avizoró el problema político que plantearía el procedimiento jurídico, que ha derivado en una confrontación múltiple en el que participan elementos importantes de nuestra vida pública, que incluyen además de los personajes mencionados, a la Cámara de Diputados al Congreso de la Unión.

El resultado de la reunión es de sobra conocido porque no fue posible evitar la solicitud del desafuero; en el diálogo prevaleció el criterio inicial de la Suprema Corte de Justicia, lo que indica que dicho poder se desenvuelve en condiciones de independencia del Ejecutivo, como no se había visto con anterioridad.

Una opinión objetiva sobre el tema, indica que en cualquier régimen institucional es sano que los titulares de los órganos de los poderes públicos tengan y desarrollen una relación directa de diálogo e intercambio de ideas, como corresponde a la naturaleza humana tanto en el Gobierno de la sociedad, como en el trato diplomático internacional, en los negocios y en la vida cotidiana.

Es evidente que las relaciones entre personas que tengan lugar con motivo del referido trato institucional, deben mantenerse apegadas al marco legal y en un absoluto respeto recíproco entre los interlocutores de carne y hueso. La relación interpersonal es indispensable en estos casos y creer que la coordinación institucional sólo es cosa de letra inerte y no-ejercicio y práctica de vida humana, es una mala forma de hacer de la Ley un ídolo ante el cual la sociedad deba postrarse.

Con relación al caso abundan las voces que en una doble vertiente, plantean esta reunión y el tratamiento del caso como si se tratara de un error del Poder Ejecutivo Federal.

Unas de tales voces señalan el evento como la evidencia de un complot en contra del Jefe de Gobierno capitalino y otras, como un signo de torpeza del Presidente y sus operadores frente a una cuestión que debió manejarse de manera oculta y desde la cúpula como antaño.

En el primer caso el cuestionamiento carece de razón, ya que desde la perspectiva jurídica la solicitud de desafuero está soportada en elementos suficientes que acreditan la desobediencia del Jefe del Gobierno al mandato de un Juez Federal, como han opinado juristas de prestigio entre los que se incluye Ignacio Burgoa. En todo caso, el procedimiento mismo le brinda la oportunidad de defensa al interesado.

Desde la óptica meramente política, era y fue previsible que como todo escándalo y confrontación, el evento ofrece a López Obrador una enésima oportunidad de lucimiento, a favor de su anticipada candidatura a la Presidencia de la República.

López Obrador está logrando posicionarse en un doble y paradójico papel como burlador sistemático del orden jurídico y censor inmaculado de la pureza de nuestras formas de vida pública.

En el segundo caso, la experiencia indica que en la actual sociedad mexicana ya no es posible mantener en secreto los temas que conciernen a la cosa pública. Lo anterior sería digno de aplauso, de no ser porque algunos políticos y no pocos comunicadores, han pervertido este ejercicio en aras del escándalo y la manipulación.

Sean cuales fueren las consecuencias que sobrevengan de esta situación, resulta evidente que el tránsito de nuestra vida pública discurre por caminos inciertos.

Corremos el riesgo de pasar del extremo de que una camarilla manejara el país a puerta cerrada como si fuera su dueña, al otro extremo de ver con desconfianza toda forma de diálogo y acuerdo institucional o social.

Lo anterior no es fruto de la casualidad, es producto de una visión ilusoria e hipócrita y por lo mismo deshumanizada de la vida pública, que convierte la perfección utópica en enemiga del bien posible.

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