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El mesero distraído

Jorge Zepeda Patterson

Desde hace unos días corre la versión de que a Fox se le conoce como “El Mesero”. ¿Por qué? Porque se hizo el tonto con el cambio.

Las perlas de sabiduría popular suelen ser certeras e implacables y muchas veces constituyen la única defensa del pueblo ante el abuso o la negligencia de los poderosos. Esta no es la excepción.

Fox llegó al poder gracias a que la gente creyó en sus promesas de cambio. Pero éste, el cambio, no ha llegado y tampoco se vislumbra en lo que resta del sexenio. Ciertamente hay que reconocer que existen factores ajenos al mesero… perdón, al Presidente, que explican el extravío del cambio (el contexto económico mundial, la guerra, el infantilismo del Congreso, el peso de las estructuras viciadas, etc.). Pero hay factores perfectamente atribuibles a Fox.

Por un lado, la irresponsabilidad con la cual “vendió” algunas de esas promesas, sea porque eran inalcanzables o porque nunca estuvo dispuesto a hacer algo al respecto. Para ofrecer siete por ciento de crecimiento anual o asegurar la eliminación del corporativismo sindical y sus nefastas cúpulas, se necesita ser ingenuo o de mala fe (sobretodo porque lo primero que se hizo fue pactar con estas últimas). Está claro que en materia de corrupción Fox ni siquiera quiso llegar a fondo.

Algo tendríamos que hacer con respecto a la impunidad en materia de promesas electorales. En cualquier otro terreno los ciudadanos que incumplen sus compromisos son objeto de algún tipo de sanción. En toda relación mercantil gracias a la cual nos hacemos de un auto, una casa, una mercancía o un crédito, sabemos que debemos satisfacer las obligaciones contraídas o sufrir las consecuencias. El matrimonio entre dos personas, incluso, supone una serie de compromisos cuya violación provoca en última instancia la aparición de un juez.

Pero en cambio, la mayor “transacción” social posible (la entrega del poder al soberano por parte del pueblo) se hace a cambio de una serie de promesas que nadie está en condiciones de exigir o de hacer cumplir. Por así decirlo, otorgamos el poder a cambio de una moneda que invariablemente resulta falsa. El candidato consigue nuestro voto a cambio de promesas irreales, es decir, a cambio de un cheque que nunca podremos cobrar. Y sin embargo, no pasa absolutamente nada.

El hecho de que este fenómeno sea universal y generalizado en todo el mundo, no es consuelo ni disminuye su irracionalidad. Si un ciudadano desempleado ofrece su voto a un candidato que está prometiendo la creación de un millón de empleos anuales, eso constituye una transacción social. Hay una indefensión total cuando el ciudadano en cuestión se da cuenta que no recibirá lo prometido pero ya no puede retirar su voto.

Incluso en el mundo de la publicidad existen reglamentos, aun insuficientes, que impiden que un producto prometa milagros inalcanzables o que induzca a engaño. Pero nada protege al “consumidor” en contra de las campañas del principal producto en el mercado publicitario: el poder para gobernarnos.

En este momento legiones de expertos en marketing hacen los sondeos y “focus groups” para determinar el contenido de las próximas campañas presidenciales. Tratan de conocer las expectativas de la gente para establecer la constelación de promesas sobre las que girará el mensaje de los candidatos. Son los Carlos Alazrakis y equivalentes los que definen en buena medida las plataformas ideológicas de las campañas a través de la exploración de dos preguntas. ¿A cambio de qué promesas está la gente dispuesta a entregar su voto? Y una vez definidas las promesas, ¿Cómo hacer para que la gente crea que el candidato es capaz de cumplirlas? Al final, el asunto remite a una cuestión de imagen, pero nunca de compromiso efectivo.

Tendríamos que encontrar la forma de asegurar que las promesas de campañas no quedaran impunes. Los candidatos tendrían que seleccionar una serie de compromisos de campaña sobre los cuales harían un juramento en el momento de tomar posesión. Eso les llevaría a cuidarse muy bien de lo que prometen y a responder por ello.

Si tuvieran que fondear “el cheque” con el que “compraron” el voto, harían promesas de otro tipo. Por ejemplo, en lugar de asegurar que terminarán con el desempleo y erradicarán la corrupción, simplemente describirían las acciones y programas con los cuales perseguirán esos objetivos. Ningún gobernante puede prometer un objetivo o garantizar una meta, pero sí puede comprometerse a establecer los proyectos que conduzcan a esa meta. Lo que ofende de Fox no es que haya sido incapaz de terminar con la corrupción o lograr siete por ciento de crecimiento; lo que molesta es que ni siquiera concibió los programas viables para intentarlo. Nadie esperábamos que liquidara al corrupto corporativismo sindical, pero suponíamos que habría dos o tres “Quinazos” y un esfuerzo por debilitarlo. En lugar de ello, les abrió los brazos.

La metáfora del mesero es ingeniosa pero ojalá fuese más exacta. A los meseros que se hacen los occisos con el cambio podemos llamarlos a cuenta para mejorarles la memoria. Por desgracia con los políticos no nos queda sino cambiar de restaurante para que otro mesero nos vuelva a engañar o de plano para terminar siendo intoxicados por el cocinero. Propongo un nuevo código para meseros y restauranteros.

(jzepeda52@aol.com.mx)

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