Es irritante aceptarlo: el destino del gran imperio estadounidense es, en parte, nuestro propio destino. Lo que en estas horas se decida en EU nos concierne. Pero la palabra imperio provoca más emociones que razones. Los externos, los que miran al imperio desde lejos o desde abajo, con frecuencia son —¿somos?— conducidos por la visera. Por el contrario, los internos, los defensores de las acciones imperiales tienen problemas para entender por qué alguien puede rechazar tantas bondades. Quizá por eso Paul Kennedy, el brillante historiador de Yale, ha preferido llamarlas potencias. Desde las dinastías Ming hasta la actual potencia estadounidense, pasando por la Inglaterra del XIX o la Francia del XVIII o la España del XVII, lo innegable es que los imperios también han sido ejes de acciones civilizatorias. Las sombras no pueden ocultar las luces evidentes.
De ser así, como dice Felipe González, lo relevante es que los imperios sepan serlo, es decir que asuman su carácter civilizatorio con inteligencia. Ese es el vértice de la discusión de hoy. Como en pocas ocasiones y a partir de la invasión de Irak, la polémica se centra en el hecho de que las acciones de George W. Bush son las de un guerrero pedestre, sin estrategia, sin visión, repleto de fobias, que nada tiene que ver con un plan civilizatorio. Sin los armamentos de destrucción masiva como prueba la invasión de Irak queda como un atropello contra un pueblo gobernado, eso sí, por un dictador terrible como hay muchos. Pero el camino seguido no puede ser fórmula. Imborrable para la historia será la forma como Bush atropelló el derecho internacional y a Naciones Unidas. Kerry no es menos imperial que el Presidente texano, pero sí plantea una estrategia —fortalecimiento del multilateralismo, alianza amplia, identificación del verdadero enemigo— con una visión que va más allá de una equívoca venganza.
Una de las confusiones repetidas de los imperios es pensar que pueden caminar solos en el mundo. ¿Qué se piensa en otras latitudes de las acciones guerreras de Bush? La respuesta está en el espléndido ejercicio de encuestas múltiples en diez países
—México a través de Reforma— que retrata un evidente rechazo ciudadano a Bush. Aunque sólo los ciudadanos estadounidenses votan en EU, el inédito ejercicio es un termómetro que mide una resistencia real. Pero faltaban los conceptos. Es allí cuando aparece el Presidente español que no deja de sorprender. Ante la Asamblea General de Naciones Unidas Rodríguez Zapatero lanzó una espléndida pieza. Haber sufrido la guerra civil, la dictadura, las dificultades para construir una democracia, pero sobre todo décadas de terrorismo, le dan a la voz de España un gran peso. “Treinta años resistiendo al terrorismo nos han enseñado que el mayor riesgo de una victoria de los terroristas se produce cuando para luchar contra el terror la democracia traiciona su propia esencia”. Sigue la advertencia directa a Bush, la traición consiste en que “...los Estados limitan las libertades, cuestionan las garantías judiciales o realizan operaciones militares preventivas... es con la legalidad, la democracia y la política como somos más fuertes y ellos más débiles”. De allí el Presidente de España pasó a exigir racionalidad en el combate al terrorismo: sólo corregir las grandes injusticias privará a los terroristas de sustento popular. Ganar la paz supone restablecer la soberanía de Irak, encauzar la democracia y fomentar la prosperidad. Haber sido imperio deja enseñanzas.
Viene entonces una definición de largo alcance, como representante de un país surgido de la diversidad cultural “quiero proponer... una Alianza de Civilizaciones entre el mundo occidental y el mundo árabe y musulmán”. Hay en la propuesta diferencias de fondo, de sustancia. Enrique Gil Calvo las ha planteado brillantemente en El País: no al “choque de civilizaciones”; no al uso del singular, civilización; sí al maridaje, sí también al reconocimiento de mínimos de convivencia que deben ser respetados. Gil Calvo retoma a Isaiah Berlin, no se trata de imponer un destino homogéneo para todos. Se trata, eso sí, de que esos mínimos sean el medio para arribar al despliegue de la diversidad humana. Los mínimos son claros: derechos humanos, democracia, legalidad, igualdad de géneros, de oportunidades, no a la imposición de creencia alguna, sí a la libertad de selección de cualquiera. En pocas palabras, creer “...en la fuerza de la educación y la cultura”, dijo Rodríguez Zapatero.
Gil Calvo va más allá ¿es correcto identificar civilización con universalismo cultural como algo contrario a la pluralidad de civilizaciones? El punto es muy delicado: “cierta tradición del pensamiento occidental, que se retrotrae por un lado al idealismo platónico... y (el) monoteísmo judeo-cristiano parece creer que civilización no hay más que una”. El encadenamiento es conocido, el racionalismo desprendido de la Ilustración tiende a caer en la razón única. Sin embargo también está la corriente heredera de politeísmo presocrático que rechaza la posibilidad de unificar la racionalidad dada una permanente confrontación de valores. ¿Hasta dónde el “no entiendo por qué no nos quieren” de Bush se deriva de su formación religiosa y su afiliación a la razón única, a la civilización única? En contraste la propuesta de Rodríguez Zapatero, una Alianza de Civilizaciones, que sin embargo no cede en los mínimos se mira como una aproximación mucho más amable, moderna, pero sobre todo más inteligente. No a la confrontación inútil, sí al inexorable acto civilizatorio.
Así mientras la Unión Europea discute la posible incorporación de un país musulmán, Turquía, los Estados Unidos podrían ratificar al incomprendido Bush. ¿Cómo explicarlo? “La libertad en el contexto de la religión estadounidense, significa estar a solas con Dios o con Jesús, el Dios estadounidense o el Cristo estadounidense”, ha escrito ese brillante humanista, estadounidense por cierto, que es Harold Bloom. La tesis de su polémico libro es clara: el diálogo religioso es entre cada estadounidense (creyente) y Dios. Ellos estuvieron antes que todos y están solos con Él. ¿Cómo encontrar acomodo al otro? ¿Cómo imaginarlo con los mismos derechos en un sitio dónde el diálogo siempre ha sido de dos?
Hay momentos, escribió Kierkegaard, en que creemos que todo lo que confrontamos es religioso y la política nos da una sorpresa. También puede ocurrir lo contrario. Cuando un imperio no sabe serlo, cuando la irracionalidad se instala ufana, cuando una gran nación atenta contra su propia razón de ser, quizá ocurre que los motivos no pasan por la cabeza. Los observadores desesperan y exigen al otro mirar por su propio destino. De poco sirve. Es difícil resignarse al gran poder de la sinrazón. Veremos.