Hace tiempo que Vicente Fox dejó de ser el hombre más poderoso en México. A lo largo de toda la historia este privilegio había recaído casi invariablemente en el soberano en turno. Ya no es así. Hoy en día una reunión o una puesta en común entre Emilio Azcárraga y Carlos Slim puede tener más impacto en el futuro de los mexicanos, que un acuerdo entre Marta Sahagún y su esposo.
Hay muchas razones que explican este fenómeno, algunas son buenas para la Nación, otras no tanto. Entre las buenas razones se encuentran el equilibrio creciente entre los tres poderes, la emergencia de una oposición partidaria efectiva y, en general, la mayor pluralidad y complejidad de la sociedad mexicana, aunado a los procesos de globalización mundial.
Estos y otros motivos explican la disminución del poder ilimitado y la impunidad absoluta de que gozaban los presidentes en el pasado. El estilo personal de Vicente Fox ha acelerado este proceso: no sólo porque permite desautorizaciones en público por parte de su esposa y otros miembros del gabinete; también porque ha intentado gobernar básicamente a través de encuestas que pulsan los promedios de la opinión pública. La agenda de Los Pinos ha sido “reactiva” a lo largo de estos tres años, nunca “proactiva”. En lugar de impulsar los grandes proyectos nacionales que pudieran inspirar los sueños, las esperanzas y la movilización de los mexicanos, Fox se ha mantenido a la expectativa con discursos anodinos y comportamientos defensivos que emanan de la interpretación de los sondeos de opinión.
Pero también hay razones muy preocupantes que limitan el poder de la presidencia como institución. La élite económica cada vez depende menos de los Gobiernos locales. Una buena porción del imperio de Carlos Slim se encuentra en el extranjero; la banca mexicana privada pertenece a instituciones financieras cuyas matrices que están en Madrid y Nueva York. Y, para no ir más lejos, Emilio Azcárraga ha anunciado que en lo sucesivo residirá en Miami para convertirse en ciudadano estadounidense.
El peso de “Emilito” y del “Ingeniero” va mucho más allá del alcance de decisiones estrictamente vinculadas a sus empresas, que no es poca cosa (nadie puede poner en duda el impacto de la programación de Televisa en la formación de opinión pública). La influencia de los dueños del capital y de los medios informativos va mucho más allá de sus propiedades. Son los verdaderos líderes de opinión en los circuitos de inversión y poseen un derecho de picaporte entre la élite financiera, eclesiástica, política o intelectual del que carece cualquier gobernador o secretario de Estado.
Tendencialmente el peso político de esta élite seguirá creciendo. Los procesos electorales dependerán cada vez más del financiamiento privado para soportar las costosas campañas de publicidad en que se han convertido los comicios en México, como en cualquier otra democracia occidental. Los candidatos necesitarán más y más del apoyo de los grandes consorcios privados tanto por razones de financiamiento como de difusión en los medios de comunicación. Es sintomática la reverencia que muestran los funcionarios, incluyendo los secretarios de Estado o los gobernadores, ante cualquier conductor de un noticiero nacional. Uno puede imaginarse el peso que puede tener Azcárraga en el ánimo de tales funcionarios, cuando el futuro de sus carreras queda afectado por un gesto de Brozo o una frase lapidaria de López Dóriga.
Para nadie es un secreto que la asistencia social y la beneficencia pública poco a poco se trasladan al sector privado en nuestro país. En lo que va del sexenio y a los ojos de la opinión pública el Teletón ha sustituido a las campañas de salud pública y la fundación Vamos México, financiada por empresas privadas, intenta constituirse en el nuevo Pronasol. En este momento hay varias decenas de miles de mexicanos que deben su educación a las becas que otorga Slim.
Con todo lo anterior no pretendo satanizar a dos individuos como tales. Creo incluso que ambos saldrían bien parados en una comparación personal con buena parte de la clase política. Cuando hablo de Slim y Azcárraga en realidad me refiero a una veintena de grandes capitanes del dinero que han comenzado en la práctica a decidir los destinos al país. Los dos en los que me he centrado simplemente son los más poderosos y visibles.
La lógica del mercado se ha impuesto a la lógica política. Esto significa que los centros de decisión están al margen de la rendición de cuentas, carecen de responsabilidades sociales y operan con enorme autonomía. Nadie votó por Slim o por Azcárraga y sin embargo sus disposiciones y estrategias dan forma al futuro de muchos mexicanos de una manera más tangible y cotidiana que las directrices que emanan de Los Pinos. El caso de Silvio Berlusconi, el mandatario italiano, una especie de cruce entre Azcárraga y Slim multiplicado por dos, es sintomático.
No veo en el horizonte que estos grandes empresarios mexicanos quieran emular a Berlusconi, pero ciertamente están más que dispuestos a influir en los procesos políticos. Lo cual inevitablemente conduce a una interrogante final ¿Cree usted que si una media docena de estos personajes decide apoyar a un candidato presidencial en detrimento de otros tendría el favorecido alguna posibilidad de no ganar?
(jzepeda52@aol.com)