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El tabú de la reelección

Juan de la Borbolla R.

En el siglo XIX el general Porfirio Díaz se levantó en armas dos veces bajo el lema de No-reelección, primero contra la intención del presidente Benito Juárez de permanecer en el poder que detentaba desde 1857 en las elecciones de 1872.

Habiendo fracasado en ese intento de su Plan de la Noria ante la fuerza del “Benemérito”, quien muriera poco después de su reelección, volvió a levantarse en armas mediante el Plan de Tuxtepec, cuatro años después y bajo el mismo lema, ahora ante la reelección llevada a cabo por el presidente Sebastián Lerdo de Tejada a quien sí logró retirar de la silla presidencial para permanecer en ella hasta 1911, con la interrupción del cuatrienio en el que su compadre Manuel González la ocupó, simplemente para reformar la Constitución.

El lema central del Plan de San Luis proclamado por Francisco Madero fue precisamente el de la no-reelección en el Poder Ejecutivo, a pesar de lo cual un connotado revolucionario como lo fue Álvaro Obregón no tuvo empacho en olvidarse de ello, aunque poco le duró el gusto tras su reelección, muriendo dramáticamente.

Estas referencias históricas han planteado uno de esos tabúes que existen en el sistema político mexicano y que por lo mismo se consideran no susceptibles incluso de una discusión sosegada.

El paradigma de la no-reelección se ha planteado irreductible, así sea que en la práctica haya procurado ser tramposamente distorsionado, bien sea a través de la implantación de ese famoso Maximato donde poco importaba quién fuera el presidente si el Jefe Máximo de la Revolución lo era sin duda alguna Plutarco Elías Calles; bien sea a través de esa reelección no directa sino en una especie de zigzag que se da en el poder legislativo en la que el diputado local, es en el siguiente período legislativo, diputado federal y en el siguiente senador, para luego regresar a la Cámara de Diputados federal o estatal, que más da; lo importante es seguir en el presupuesto.

La reelección legislativa debe ser considerada seriamente destruyendo esa negativa existente siquiera a mencionarse que es propia del tabú histórico subsistente.

La reelección de un legislador provocará que se convierta auténticamente en un funcionario que le deba el cargo al electorado y no al partido, dado que al cabo de su gestión cuando esté en la necesidad de retornar al distrito electoral por el que fue electo, necesite justificar su posibilidad de seguir representándolo mediante el informe pormenorizado de lo que hizo y de lo que dejó de hacer a lo largo de su gestión.

Por otra parte ante el tabú de la no-reelección legislativa, la vida útil lógica de esas gestiones se está reduciendo sensiblemente en perjuicio de los gobernados.

Por ejemplo en la vida útil de los diputados vemos que de seis períodos ordinarios de sesiones el primero se pierde para la función legislativa en el aprendizaje y los dos últimos en la preparación del terreno “para seguir en el presupuesto”, con lo que la mayoría de los legisladores acaban teniendo tres de seis períodos para cumplir con su función, dado que el penúltimo es para la precampaña y el último para la campaña que los lleve a otro puesto por la incapacidad de ser elegidos para el mismo.

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