Un cuento de Hans Christian Andersen, relata cómo había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que su única preocupación era vestir con la máxima elegancia. En cierta ocasión, nos dice este polifacético autor nacido en Odense, Dinamarca y que alcanzó fama mundial por sus historias infantiles, llegaron a la ciudad dos truhanes que se hacían pasar por sastres, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
Después de literalmente saquear las arcas de este vanidoso Emperador, los truhanes entregaron un maravilloso traje invisible y por supuesto todos en la Corte exclamaron mil y un loas simplemente para no parecer estúpidos... aunque obviamente no lograban ver nada ya que no había nada qué ver.
Así, el Emperador se paseó por la ciudad en ropa interior. Desde el Ministro hasta el carpintero expresaban su satisfacción e incluso envidia, por el lujoso nuevo traje que portaba con total gallardía su soberano.
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser calificado de incapaz o estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador que sin embargo pensó: “Hay que aguantar hasta el fin”. Y siguió más altivo que antes, con sus ayudantes, pajes, Ministros y aun los soldados alabando algo inexistente.
Entonces, había un Emperador vanidoso, lo suficientemente torpe e inseguro como para comparar lo del traje invisible a los ojos de los estúpidos. Tenemos a una Corte temerosa, incapaz de decir la verdad con tal de quedar bien, de navegar con la corriente y a un pueblo que en principio sospecha de la charada orquestada por unos truhanes y que finalmente reconoce lo obvio: no había tal maravilloso y mágico traje.
Es un cuento para niños y toda proporción guardada los laguneros nos enfrentamos ante otra historia infantil: El Distribuidor Vial Revolución es una obra maravillosa, con tecnología de punta y todo aquel que se atreva a cuestionar los detalles del diseño, eventuales fallas o errores en la construcción; todo aquel que se atreva –como el niño del cuento de Andersen- a señalar lo que resulta obvio, pues entonces es un enemigo del progreso y del desarrollo de La Laguna.
Si la Corte que gravita en torno a Obras Públicas del Gobierno del Estado insiste en lanzar loas sin que medie un ápice de sentido crítico, sin el más elemental rasero de la lógica y el sentido común, ése es finalmente su problema... siguen maravillados por un traje invisible.
Si el Emperador, que en este nuevo cuento lagunero resulta no ser más que un servidor público, un Secretario del Gobierno del Estado, decide aguantar hasta el fin en ropa interior, pues tendrá que asumir el costo de que los niños y finalmente el pueblo entero le grite: No lleva nada.
Para cerrar el capítulo baste recordar que el DVR es un obra que no sufre de fallas estructurales y representa un paso más en el desarrollo de la región (eso es innegable) pero no es lo que Jorge Viesca Martínez intenta imponer sin mayor argumento que la salida fácil e insustentable de que los señalamientos –basados en datos técnicos del diseño original- no son más que la resulta de una campaña en su contra.
Las reparaciones y medidas extremas de seguridad dan cuenta de que el DVR inaugurado no corresponde al DVR proyectado, así de simple. Todo lo demás se puede reducir a una historia infantil para que la compre quien no quiera o pueda aceptar la realidad.