Los escándalos de corrupción en el país demandan a los ciudadanos el aguzar los sentidos, a fin de mantener la sensibilidad y el tino que permitan elegir gobernantes de entre partidos y candidatos, en los procesos electorales del porvenir.
Lo anterior porque los actos de corrupción concretos y las acusaciones generalizadas, empujan a la conclusión de que “todos son iguales”. Los mexicanos no debemos caer en esa trampa, que hace el juego al desánimo como vía para volver al pasado, en el que apatía y la deserción cívica colectiva eran la regla.
La democracia incipiente que estamos viviendo no es la culpable de la corrupción. Por el contrario, aporta el ambiente para que aflore a la luz y se conozca, contrario a lo que ocurría en el régimen de Partido de Estado.
Desde la fundación de aquel sistema hasta los albores de los setenta, la corrupción se aceptaba en silencio como una práctica generalizada e inevitable en todos los niveles del Gobierno. En la segunda etapa que inicia con la Presidencia de Luis Echeverría, la presión social obliga al Estado a reconocer la existencia de la corrupción y a crear un régimen de responsabilidad de los funcionarios públicos.
El intento cae en la simulación, por lo que las instituciones creadas para el combate a la corrupción en últimos treinta años del siglo pasado no funcionaron. Lo anterior porque de acuerdo a la esencia y estilo del viejo régimen, dichas instituciones operaron en dos sentidos: Alentando la impunidad en la mayoría de los casos y por excepción, funcionando como medio de “ajuste de cuentas” a personajes y grupos políticos, al servicio del poder omnímodo que ostentaba el presidente en turno.
El mayor agravio del viejo régimen consiste en que institucionalizó la corrupción, la procesó por escalafón y zona geográfica y la castigaba o dejaba impune por estricta conveniencia para efectos de control político. De ahí la existencia de las grandes y pequeñas corruptelas, corporativos priistas en todos los niveles, desde los inmensos contratos de obra hasta las plazas sindicales, las placas de taxis o sillones de bolear en las plazas públicas.
Muchos llegaron a identificar al PRI-Gobierno con la corrupción, aunque ésta es inherente a la naturaleza humana; así lo demuestra la coexistencia del vicio al lado de la virtud como el trigo y la cizaña. Vencido el régimen de Partido de Estado en las urnas, la corrupción se dispersa a falta del soporte institucional que otrora le dio consistencia, ritmo y dimensión. He ahí la diferencia entre la corrupción priista que es ontológica y por sistema y la actual que ocurre por defecto.
Hoy día enfrentamos una realidad que presenta rasgos positivos y negativos. La corrupción ha salido a la luz y los mexicanos deseamos que ya no sea parte integral y definitoria de nuestro régimen institucional; las más de las veces queda expuesta al conocimiento del público aunque es justo reconocerlo, campea fuera de control.
Lo dicho obedece en parte a que las fuerzas políticas de este país, no han llegado a consensos que impulsen las reformas que en muy variados rubros de la regulación de nuestra vida pública están pendientes. En materia de justicia en cuanto a la responsabilidad de los funcionarios públicos, siguen en pie las viejas leyes que propician la impunidad.
Cada vez que se persigue a un político bandido se cae en la frustración, porque nuestras leyes permiten la posibilidad del desvío masivo de recursos con “apego a la normativa”. La disposición de mil millones de pesos de Pemex al través del sindicato petrolero para la campaña del PRI en el año 2000, es el rey de los ejemplos.
Es necesario reconocer que la corrupción es parte de la naturaleza humana y no con ánimo resignado sino por el contrario, para prevenirla y castigarla. Son dos las vertientes de solución: La primera consiste en desmantelar las viejas estructuras que hasta hoy cobijan la corrupción y crear leyes que la combatan; la segunda implica fortalecer en el Gobierno la voluntad política y en la población la voluntad cívica necesarias, para mantener la lucha en pro de la honestidad y la transparencia.
Una vez más la falta de acuerdo en las reformas constitucionales y legales, se muestra como meollo de la problemática nacional y freno del tránsito hacia la democracia plena.
Gobierno y Partidos deben actuar en el sentido de impulsar el cambio, porque ya comienzan a escucharse voces que piden un “hombre fuerte” para conducir al Estado, lo que es sinónimo de añoranza por la Presidencia Imperial y el régimen de partido único.