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El verdadero diálogo

Fedrico Reyes Heroles

Cincuenta y ocho países. Dos regiones que agrupan cerca de mil millones de seres humanos, la sexta parte de la humanidad. En los extremos la poderosa economía alemana, motor de Europa y el pequeño Haití con niveles de pobreza similares a los del centro de África; o Francia, siempre ansiosa de modernidad frente a las ensimismadas zonas serranas de Bolivia o Chiapas mirando hacia atrás. Contrastes en todo, Inglaterra cuna y sede de Amnistía Internacional, una de las puntas de lanza de los derechos humanos y Cuba que en pleno siglo XXI simplemente se niega a aceptar la discusión abierta del tema. Hasta en las imágenes símbolo los asuntos contrastan: de la inteligente frescura de Rodríguez Zapatero y su gabinete integrado con una mitad de mujeres, a la de Castro en ausencia rodeado de la gerontocracia cubana. Verdaderos abismos, de un lado están varias de las democracias más añejas y del otro de las más jóvenes, México, pero también de las más frágiles como Venezuela o Perú o Bolivia. ¿Cómo explicar las coordenadas del diálogo en esta tercera versión del encuentro en Guadalajara? ¿Cuál es el territorio común?

Quizá lo primero sea revisar la idea de centro. Europa cruzó por una profunda metamorfosis en el siglo XX. La zona espacial que durante siglos dio vida a las cruzadas, esas acciones violentas de recuperación e imposición fue, en el siglo XX, territorio objeto del rescate imperial. En las dos guerras mundiales los nacionalismos exacerbados convirtieron a Europa en paciente ya no en curador. La intervención del nuevo imperio norteamericano fue clave en el destino de ese teatro de guerra. Europa fue rescatada. Los europeos, inventores tradicionales del globo como representación concreta de la totalidad terrestre, el territorio cuna del Renacimiento, de la revolución inicial de los derechos del hombre, encontró en la multiplicación de los nacionalismos y de las naciones una trampa fatal. El costo fue la aparición de nuevos centros, Washington por no decir Nueva York y ya no exclusivamente la City en Londres. Nuevo centro también fue Moscú en la segunda mitad del siglo. La bipolaridad se impuso. Lo europeo, esa caracterización del ser visionario que ve y va más lejos como dice Peter Sloterdijk, cayó en las coordenadas del “Viejo Continente”. De allí su necesidad de reinvención.

Europa como corazón tuvo dos infartos. Los territorios devastados se levantaron con el Plan Marshall, porque Europa debía volver. Pero, ¿cuál Europa? volvió con vitalidad notable en el entendido de que ninguno de los viejos imperios por sí mismos podían, en el nuevo mundo marcado por la guerra fría, imponerse. Londres, París, Roma, Bonn-Berlín, tuvieron que buscar una nueva fórmula de gran poder. Tenían que recuperarse no sólo como una opción comercial atractiva y pujante frente a los Estados Unidos, sino también como referente de modernidad. Ese es el mayor valor de los imperios válidos en el siglo XXI, la modernidad como fuerza de innovación y conquista del poder económico real, modernidad como despliegue técnico-científico, pero también como posibilidad de innovar en las relaciones políticas. Ese es el nuevo valor mítico de la Unión Europea. Si bien es cierto que en población decrecerán en términos relativos frente a Asia y se situarán, con sus 450 millones tan sólo un poco por encima del mercado norteamericano, su nuevo peso radicará en la capacidad de consumo de sus moradores y en la calidad de lo que allí ocurre. Nueva constitución unificadora, nueva coordinación de las fuerzas armadas, nuevas fórmulas de Gobierno. Surge entonces lo que algunos historiadores europeos han dado en llamar “mitomotor”, la fuerza del mito de la que tanto ha hablado Joseph Cambell pero en su versión dinámica. La Unión Europea lleva ya ese “mitomotor” como patrimonio.

La Cumbre retoma el eje latinoamericano que les permite erigir un nuevo interlocutor frente a la potencia del norte. Entran así a un juego de desplazamiento imperial. Mientras los Estados Unidos se enfrentan a la comunidad internacional prisioneros de una megalomanía que encarna en el cowboy Bush y a una degradación ética plasmada en las fotos de la prisión de Abu Ghraib, la Unión Europea resurge como una opción de diálogo intercultural con el Islam que a todos quita el sueño. Así Rodríguez Zapatero retira de inmediato a las tropas españolas de Irak, se le planta a Bush en las narices y visita a Mohamed VI en Marruecos. Hay otras visiones del mundo y Europa se juega en ello su propia historia. Vienen entonces a una América Latina fragmentada y dispar a defender el multilateralismo, a proponer el fortalecimiento de las Naciones Unidas y a hacer una severa crítica a las torturas a los presos iraquíes. Esta “sociedad de naciones multiimperial” se propone ser expresamente un nuevo referente civilizatorio. Esa es la apasionante disyuntiva que cruzó por Guadalajara.

Las coordenadas son ya otras. ¡Qué lejos se miran los asideros tradicionales de izquierda y derecha! Se trata de un reacomodo global en el cual Latinoamérica podría jugar un papel, bueno, eso si despierta. Las nuevas naciones que se integraron a la Unión tuvieron en años veloces procesos internos de reforma: garantías patrimoniales, políticas, mercados abiertos, burocracias ligeras, judiciales eficientes, todo ello tendrá que ser realidad cotidiana. Hay, es cierto, una nueva “internacional de consumidores” como se le ha llamado y en ella la eficiencia es reina. Nos lo vienen a decir a América Latina que de acuerdo a un informe reciente del Banco Mundial ha duplicado en 20 años el número de pobres extremos. Nos lo vienen a decir a la sombra del pronóstico de que el crecimiento en el área será casi una tercera parte del de Asia. Sin levantar la voz nos recuerdan que ellos llevan medio siglo desechando dogmas nacionalistas en lo económico para suplirlos con la única moneda de valor corriente: la competitividad. Por supuesto que no todo es congruencia, pues las acciones proteccionistas en el agro europeo, particularmente el francés, son paradigmáticas de lo que no debía ocurrir. Pero su fórmula general funciona. Europa, la de los varios imperios, entierra tradiciones milenarias: hoy viven con un pasaporte, una moneda, mercados abiertos, reglas comunes y firmes. La lección es clara para América Latina. Ni siquiera un pasado glorioso debe convertirse en anclaje inamovible.

Ése es el otro diálogo que tuvo lugar en Guadalajara. Fue la presión por contener a un imperio que, como los pescados, muestra signos de putrefacción en la cabeza y una nueva visión en que la hegemonía sólo será si es compartida. Fue la intensidad histórica de lo que ocurre hoy en Europa frente a cierto marasmo que se asienta en América Latina. Fue la modernidad como propuesta racional de construcción de un mejor futuro, frente a un tradicionalismo que asfixia.

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