Reportajes

En la ciudad del miedo

Alejandro Páez Varela

En la capital haitiana, último reducto del Gobierno en deconstrucción, la gente se pregunta: ¿será esta noche? ¿Llegarán los levantados, tal y como amenazaron?

Barricadas y armas largas parecen prever un baño de sangre...

PUERTO PRÍNCIPE, HAITÍ.- La ciudad huele a llantas quemadas, a las montañas de basura que se acumulan en las esquinas, a miedo. Los habitantes han tomado las calles y hablan a gritos. Detienen a los desconocidos, recorren los vecindarios. Decenas de esqueletos de autos que horas antes ardían, ahora bloquean las escasas carreteras y avenidas. Las barricadas se han extendido del Palacio Nacional a los barrios, pero a estas alturas no queda claro si el supuesto bastión de Jean Bertrand Aristide está dispuesto a defenderlo hasta el final, como asegura, animado, el Comisionado de Seguridad Pública.

“La Policía Nacional informará a la población de lo que está pasando, para que se defienda”, dice Jean Gerard Deboville, de corbata, bajo la foto del Presidente. Tras un modesto escritorio le acompañan sus oficiales más cercanos, negros como el charol, de ojos furiosos y evidente cansancio. “No diremos la estrategia, no la difundiremos. Pero vamos a defender la ciudad y a recuperar otras comunidades (tomadas por los rebeldes)”, anuncia.

La situación se descompone a cada hora. El camino del aeropuerto a la ciudad amaneció ayer estrangulado por puestos de control de los paramilitares. Es difícil distinguir a los partidarios de Aristide con los revoltosos, pero se nota que eso es, para ellos, lo de menos. Los chimé, como se conoce a los fieles del Gobierno mutilado, actúan por su propia cuenta y, según los ciudadanos, son causantes de la mayor parte de la violencia que vive la capital de Haití. Detienen carros, piden, gritan, ruegan, exigen, solicitan –en su propia lengua, el creolé–. Quieren un cigarro o un dólar. Están armados hasta con machetes. No es aconsejable huirles.

“Esta gente tiene poco qué perder”, dice Pierre Richard, de 35 años, mientras trata de evadir, a toda velocidad, llantas quemadas, autos chatarra y murillos de concreto. “Todos tenemos miedo. No sabemos qué va a pasar”, agrega. En las paredes, las pintas hablan la polaridad de estos días: unas defienden al Presidente, otras lo maldicen. “Aristig wakaka”, se lee al llegar a la ciudad. El rey se va a la mierda. La pinta se refiere, obvio, al Mandatario en problemas.

Gallos y gallinas

El edificio de la Police Nationale D’Haití es blanco, grande y de mal gusto. Hace poco más de 30 años era propiedad de Jean-Claude Baby Doc Duvalier, hijo de Francois Papa Doc Duvalier, ambos dictadores de Haití entre 1950 y 1971 (el segundo con más suerte que el primero). La que fuera casa de campo conserva una enorme alberca y su barra de vitroblock al aire libre. Todavía huele a una vida de excesos que se suma a la de otros muchos dictadores que han convertido a este país en el más pobre del Continente. Está en una colina, desde donde se ve la ciudad aparentemente en calma.

La pregunta que se hace la gente es cuándo llegarán los alzados, que ya tienen más de medio país en su poder. Los policías en la estación se ven nerviosos. No lo dicen, pero miran por las ventanas hacia las calles cercanas. Temen a la sorpresa. Vieron las imágenes de lo que sucedió a los agentes en otras provincias; escucharon, por radio, las peticiones de auxilio y luego el largo silencio. Por eso están pendientes de cualquier seña de los inconformes.

Los rumores corren de un lado a otro. Se dice que un contingente de militares canadienses está por llegar al aeropuerto y que Aristide recibió, en el Palacio, al enviado de El Vaticano. Se escucha que cientos de personas, principalmente en el norte –en donde la oposición tiene control–, están huyendo hacia República Dominicana o, en barcas, rumbo a Miami, Florida. Pero nada es seguro. El país está desarticulado. No sirven los semáforos, mucho menos la comunicación.

Los agentes leales al Gobierno no pierden tiempo. Las armas largas y los automóviles civiles con empistolados son cosa de cada minuto. Van y vienen a gran velocidad. Parecen astas de bandera o lanzas de caballeros sin Gobierno. Los únicos en calma son dos gallos y una gallina que pican el piso rocos, entretenidos, en la ex casa de Baby Doc. Jalonean con las uñas las hierbas. Serán del jefe de policía. O se fugaron del vecindario abajo y llegaron hasta acá en medio del caos. Nadie sabe decir.

El jefe de la seguridad se limita a decir que la ciudad no sólo rechazará a los insurgentes, sino que el Gobierno de Aristide avanzará hacia las comunidades que están en manos de los insurrectos, mientras sus asistentes confirman su fiereza con los ojos inyectados y las quijadas apretadas.

Las preguntas

La noche ha caído en Puerto Príncipe. Desde las montañas, en donde están la mayoría de los hoteles, se ve una ciudad semi-iluminada. Dos helicópteros auscultan con rayos de luz la mancha urbana. Se van con rumbo desconocido. Poco más de ocho millones de personas que habitan Haití se arropan en la incertidumbre. El asalto de los opositores armados es una amenaza muy cantada y muy probable. La ciudad suda miedo.

Un hombre vive en promedio 49 años aquí. El ingreso per cápita, antes de este nuevo conflicto, era de 480 dólares anuales. Sin camisetas, desatendidos, víctimas de invasiones de España, de Francia y –durante el Siglo XX– de Estados Unidos, los habitantes de la capital guardan su miseria en un silencio tenso. Sólo al viento se le permite hacer ruido.

¿Cuándo llegarán los levantados? ¿Se prepara el ataque para esta noche? Quién pudiera contestar a estas preguntas. Los saqueos siguen en las ciudades cercanas, mientras la comunidad internacional es testigo lejano del dramático final del presidente Jean Bertrand Aristide, antes promesa de armonía, ahora centro del odio, el resentimiento y la desesperanza que se ha apoderado del corazón de cientos de miles haitianos.

La ciudad huele a miedo. Los pocos comercios abiertos han cerrado. Es de noche en Haití, último reducto de un Gobierno reducido a barricadas, conferencias de prensa casi a escondidas, civiles armados y gallinas sin dueño.

El tiempo es caprichoso. Lento para los que sienten angustia, rápido para los que ven cómo se esfuman los segundos sin que nadie intervenga, sin que se detenga una masacre que, se rumora, podría desatarse esta misma noche.

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