En cualquier momento, puede ser que mientras lea usted este comentario, el gobernador del Estado de Morelos, Sergio Estrada Cajigal, solicitará al Congreso local le conceda licencia para abandonar el cargo, teniéndose la idea de que en caso contrario, de no retirarse voluntariamente, enfrentará un Juicio Político en el que de todas formas sería destituido y enviado a su casa. Para este político de nuevo cuño no hay más que de dos sopas: o se va por las buenas o lo sacan a empellones. Todo parece indicar que había unido su caso al de Andrés Manuel López Obrador, considerando que si el jefe de Gobierno en el Distrito Federal permanecía en su cargo, a pesar de los videos en los que aparecen su tesorero apostando en Las Vegas y Bejarano recibiendo fajos de billetes, él también permanecería en su puesto tomando en cuenta la igualdad de situaciones en que varios de sus funcionarios se vieron obligados a renunciar, secretario de Gobierno y Procurador, a consecuencia de ser detenido y enviado a la cárcel el coordinador de la policía a quien se le involucró con el narcotráfico.
Lo que no alcanza a percibir es que son dos hombres distintos. Lopez Obrador es un luchador social al que la gente le ha venido dando su apoyo, considerando que el Gobierno Federal en un desaseado complot, del que a estas alturas pocos dudan se haya dado, lo ha querido desprestigiar con claros tintes electorales. No es el caso de Estrada Cajigal contra quien nadie ha conspirado, como no sea él mismo, sabiéndose que en las pistas del aeropuerto local de Cuernavaca, bajo el cuidado de su suegro, aterrizaban aeronaves cargadas de estupefacientes que eran sacados en vehículos oficiales. La sociedad morelense le pedía que se fuera. Su confianza radicaba simplemente en que no era su caso un asunto que debía ventilarse en los tribunales, si no que al igual que Andrés Manuel se trataba de una medida netamente política. Su teorema era si aquél se va yo me voy, si se queda me quedo. Así se lo dijeron en alguna secretaría de Estado, donde se tratan estos asuntos.
La mera verdad es que a los ojos del pueblo de Morelos hace tiempo que el gobernador yace en un féretro, entre cuatro cirios, haciéndose los preparativos para llevarlo al panteón. La tumba ya fue cavada. El cortejo fúnebre, conformado por diputados de grave gesto, está preparado para llevarlo a su última morada. Lo peor es que ya apesta y no se ha dado cuenta. Nadie se acerca pues ofende el olfato y hay el peligro de contagio. Unas devotas señoras, vestidas de negro, rezan un rosario por la salvación de su alma. Tiene un ojo extrañamente semiabierto, aun capta el olor de mustios arreglos florales y escucha las piadosas oraciones. Siente que el estómago le juega una mala pasada, los gases de la descomposición producen ruidos sonoros que acabaron en sus labios, con un húmedo estertor, ¡puaf!, resbalando por una de sus comisuras un líquido purulento. De pronto se ha dado cuenta: ¡estoy frito!, se dijo compungido, ¡he muerto! Denme otra oportunidad, no merezco este destino, lo piensa con un cerebro plagado de la primera larva de gusanos que empiezan a devorar con gran fruición las partes más jugosas de sus circunvoluciones.
No hace mucho paseaba en su flamante helicóptero, dado que se daba la vida fastuosa de un primer mundo en un país de casas de cartón y techos de lámina. Había creado una pequeña corte a su alrededor, en la que sobresalían los barones. De un pequeño negocio abierto en Cuernavaca, sin conocer de este mundo que se está enfriando, la historia de la bandera azul, consideró que se le presentaba una oportunidad de acceder al escenario político cuando el desencanto se habría apoderado de sus coterráneos, a raíz de un escándalo en que el pueblo veía aterrorizado como proliferaban los secuestros de personas pudientes de la localidad, permeando la convicción de que altos personajes del sector oficial estaban inmersos en el enjuague. La gente estaba harta de políticos demagogos por lo que no dudó un instante en darle su confianza a aquel empresario ajeno a esos menesteres cuya carta de presentación era la de ser un hombre de bien El peor pecado que cometió la comunidad fue escoger a cualquiera que hablara bonito sin importar que su inexperiencia en la lid política pudiera hacerlo presa fácil de la corrupción, como al parecer sucedió.