Primera de dos partes
Sin llamarlo tan siquiera por su nombre, los poderes Ejecutivo y Legislativo establecieron un Estado de sitio y un virtual toque de queda la tarde del primero de septiembre, en las inmediaciones de San Lázaro. Transitar en un radio de tres kilómetros alrededor del Palacio Legislativo fue todo un problema y pretender entrar sin acreditación o invitación a ese recinto fue punto menos que imposible. Dicho sin tapujos, se estableció un Estado de sitio.
Y en ese juego de inconciencia política, el Ejecutivo y el Legislativo arrastraron al Poder Judicial. Así, los tres Poderes de la Unión se atrincheraron, se amurallaron. Hicieron de San Lázaro un búnker y al efecto, desplegaron una fuerza policíaca con alrededor de cuatro mil elementos. A sus invitados -el resto de la clase política- los trasladaron con escoltas militares fuertemente armadas, como si un motín o una rebelión tocara a la puerta. Fuera del búnker dejaron a la nación que dicen representar, como si de ella se quisieran aislar, como si ella encarnara la amenaza de la que se ponían a resguardo. ¿Suena exagerado lo anterior? Pues más exagerado es lo que hicieron.
Ahí están las fotografías, la exhibición del miedo generado, no por la competencia, sino por la incompetencia que protagoniza la clase política. El mensaje político del miércoles fue ése: la clase política ya perdió noción de lo que está haciendo y tiene miedo, mucho miedo, en el fondo, de sí misma. Frente al hecho, lo dicho dentro de San Lázaro muy poco importa. El desánimo y el nerviosismo presidencial, los insultos de los legisladores, el discurso de Manlio Fabio Beltrones se constituyen en la expresión de una liturgia sádico-masoquista sin sentido. El mensaje quedó expreso en la calle: la élite está poniendo barricadas a la ciudadanía.
*** Cabe, en todo esto, un contraargumento. Peor sería la crítica si, por no tomar providencias, se hubiera puesto en peligro el inútil ritual del Informe de Gobierno y de pronto, los sindicalistas hubieran irrumpido en el Palacio de San Lázaro. Desde luego, la crítica sería más dura.
Pero las providencias adoptadas no fueron las correctas. Se recurrió a la fuerza, no a la política. Se dejó a la fuerza policíaca contener un problema creado -desde hace mucho- por la política.
Y entonces, el Estado de sitio no se justifica. Desde hace meses se viene advirtiendo la degradación política que, con enjundia, animan el Gobierno y los partidos pero, fuera de las encuestas sobre la popularidad de los destacados protagonistas, nada los conmueve en serio. Por el contrario, cada nuevo motivo de desunión, cada nuevo escándalo, cada nueva confrontación se aprovecha para debilitar o eliminar al adversario político, desprestigiar a las instituciones y polarizar cada vez más al país. El error del contrario se contabiliza como un acierto propio. Eso no es hacer política, eso es hacer escarnio de la política.
La élite política se ha atrincherado en las encuestas para medir qué tanto se trasmina su desencuentro a la sociedad y como aquéllas todavía no reportan la polarización que están provocando, con singular entusiasmo cavan la zanja que separa de más en más a la sociedad del Gobierno, entendido éste en su más amplia expresión.
Va un dato duro de cómo a la clase política se le está yendo el país de las manos. Durante los últimos dos meses, en tan sólo tres manifestaciones, a la calle han salido más de un millón de ciudadanos. La marcha contra la inseguridad pública, la marcha contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, la marcha contra la reforma a las pensiones del Seguro Social, suman esa cifra.
Y más allá de la simpatía o el repudio que susciten las causas que cada una de esas movilizaciones abandera, la dimensión de ellas es extraordinaria y lanza mucho más que una señal de alerta. Enormes ríos de gente han salido a poner en evidencia que le están dejando la calle como única forma de expresión, como único espacio para expresar su malestar. La rabia, el dolor, la indignación, el hartazgo, la irritación como único argumento. El hecho es que la política está en la calle y los políticos, en vez de salir a ver qué ocurre, de asomarse para tomar nota de ese peligro, se encierran. La clase política está encerrada, ensimismada y fascinada en sus pleitos. El problema es que esas marchas y otras que aquí no se contabilizan dejan bien claro que los canales institucionales de participación política están azolvados y como respuesta, la clase política ha resuelto ponerse a resguardo de la sociedad. Por eso es grave el mensaje que el miércoles mandó la clase política.
Qué valor puede tener la palabra del Jefe del Ejecutivo o del presidente del Congreso o el alarido de los diputados si, en los hechos, su legitimidad ya no la fincan en el mandato que recibieron, sino en los escudos y las barricadas desplegados por la fuerza policíaca. ¿Esa es la nueva democracia?
*** La puesta en escena montada por los poderes Ejecutivo y Legislativo el miércoles pasado en el exterior de San Lázaro podría tener una sola justificación: que la puesta en escena montada en el interior de San Lázaro fuera una distinta a la que ambos poderes ofrecieron.
Que ahí, en la sesión solemne del Congreso, se perfilara otra forma de relacionarse y otra forma de responder a los reclamos de los ciudadanos que dicen representar. Pero no fue así. En el interior de San Lázaro, el Ejecutivo y el Legislativo se complementaron. El Legislativo le tendió una celada al Mandatario: recibirlo para insultarlo, haciendo de esa conducta la más fina expresión de su barbarie.
Y en complemento de esa conducta, el Ejecutivo dejó de hacer política mucho antes de llegar a San Lázaro. Ambos poderes se complementaron. Tal pareciera que el Estado de sitio implantando fuera de San Lázaro tenía por objeto que nadie entrara a interrumpir el propio pleito de la clase política. Y ahora, los actores políticos se interesan en endosar la factura de la chunga democrática que protagonizaron al otro poder, al otro adversario.
Continuará mañana...
Provoca risa que el coordinador de la fracción parlamentaria del PRI, Emilio Chuayffet, el mismo que en 1997 intentó dar un golpe al parlamento desde la Secretaría de Gobernación, denuncie el Estado de sitio que le impusieron.
Una palabra de él condenando el hecho, antes y no después de la ceremonia, no se recuerda. Provoca risa que del Informe sólo prevalezca una sola palabra, la palabra “tregua” que, curiosamente, no venía en el script original. Como quien dice, de nuevo una ocurrencia hizo el discurso. Desde siempre, el Mandatario sabía de su comparecencia y lejos de actuar previamente a favor de la distensión política, jugó a animar la confrontación. Provoca risa el discurso de Manlio Fabio Beltrones llamando a encontrar el cauce civilizado para dirimir las diferencias, cuando en su partido es más que evidente la guerra civil en la que se inserta. Provoca risa la actuación de los diputados perredistas haciendo de la burla y la chunga, la mejor defensa de su precandidato presidencial.
Suenan a burla los conceptos de pluralidad, diálogo, tregua, consenso, acuerdo, pronunciados desde la Más Alta Tribuna de la Nación, cuando de ella se ha hecho una piedra de los sacrificios o el gimnasio de la sordidez política. Suena a burla echar mano de esos conceptos cuando la élite política lleva meses empeñada en judicializar la política y ahora se empeña en politizar a la justicia. La puesta en escena dentro y fuera de San Lázaro constituyó el escenario donde la clase política quiere desenvolverse: por un lado, manteniendo a raya a la ciudadanía y desoyendo sus reclamos; por el otro, privatizando su pleito como si el poder fuera su patrimonio exclusivo. Vamos, ya ni les preocupa la impudicia de exhibir el pleito miserable que protagonizan, ya no les preocupa hablar del valor de la democracia mientras anteponen barricadas, toletes y escudos al reclamo ciudadano.
*** Desde luego, podría celebrarse que las cifras macroeconómicas del Informe aún no reporten el natural deterioro que sufrirán aquéllas si sigue el pleito por el poder, en los términos establecidos. Pero es claro que, tarde que temprano, la política terminará por colapsar a los indicadores económicos que, por lo demás, no acaban de traducirse en beneficios en el trabajo, la casa y el bolsillo.
Si ya de por sí el país se encuentra socialmente polarizado, dividido entre pobres y ricos, agregarle la polarización política tendrá naturalmente que impactar a la economía. La división nacional a la que le está apostando la élite política es, en verdad, todo un peligro. Cada vez queda más claro que la disputa electoral por el poder prevista para 2006, la están convirtiendo y anticipando en una disputa política fuera de las urnas, haciendo del ministerio público su dios. Desde esa perspectiva, por más que los actores políticos juren estar en contra del ejercicio de la represión, como si la aplicación de ésta fuera un asunto sujeto a su sola decisión, deberían tomar nota de algo innegable: están echando mano cada vez más de las fuerzas represivas y renunciando cada vez más a la política.
El detalle de esa circunstancia es que, por lo general, el uso de la fuerza represiva lo dispara no una decisión tomada sabia y serenamente desde algún despacho. No, no es así. Esas decisiones a veces ni se toman, las dispara algún incidente de poca monta que constituye la mecha de un conflicto mucho mayor. Y entonces, los credos democráticos se desfondan, se pierden en un marasmo de accidentes políticos que terminan por trasladar la confrontación al plano de los toletes y los escudos. El ejemplo más evidente de eso se dio la tarde del miércoles pasado.
Sin querer, los poderes Ejecutivo y Legislativo estuvieron de acuerdo en establecer un Estado de sitio y un toque de queda por unas cuantas horas, apenas por el tiempo que les tomaría cumplir con un protocolo y una ceremonia cada vez más inútil que puso en evidencia su incompetencia política. El problema de aceptar como si nada ese tipo de ejercicios es que, en el fondo, significaría autorizar los ensayos de un escenario violento donde las palabras transición, democracia, Estado de Derecho podrían terminar por arrojarse al cesto de la basura. Eso, el país no lo merece. La legalidad, la transparencia, la credibilidad en el voto le resultaron muy caras al país, llegaron a significar pérdidas de vida. Resulta inaceptable que, en medio de hermosos discursos sin contenido, en un descuido se sacrificara algo tan caro como la democracia.