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Evitar la crisis

Francisco Valdés Ugalde

Los síntomas se han agudizado. Nadie ha hecho caso a las advertencias de lo que podría sobrevenir si el curso de la política se sale de madre y se mezcla con la economía y la sociedad. Las opiniones divergen de un extremo a otro. Las más altas autoridades del país, como el Presidente de la República y el secretario de Gobernación afirman que el país está en calma, que lo que observamos es resultado de la libertad de expresión y el rejuego natural entre actores políticos, en un sistema democrático. En el extremo opuesto se tiene el juicio de muchos analistas, algunos políticos y una extendida percepción de la ciudadanía. Ahí se piensa que ese rejuego no es tan sano y que las instituciones de Gobierno sufren erosión y enfrentan el riesgo de ser sobrepasadas por la incapacidad de los actores para gobernar de acuerdo con valores democráticos.

Las evidencias en sustento del segundo punto de vista abundan, mientras que son escasas las que apoyan el primero. No se trata únicamente de quién tiene la razón, aunque sin lugar a dudas ello es muy importante. Se trata de cuál es la percepción que predomina, pues en política, como afirmaba Maquiavelo, “gobernar es hacer creer”. Si el gobernante o el político no pueden empatar su visión con la de los electores, estarán en desventaja, mientras quienes lo sepan hacer contarán con la delantera en la opinión pública.

Se puede tratar de evaluar quién o quiénes son los responsables de las percepciones de la política realmente existentes. El coordinador de Desarrollo Político de la Secretaría de Gobernación, Francisco Paoli, intentó hacerlo responsabilizando a los medios de información de sesgar la información hacia los aspectos más negativos del escenario político. La Secretaría de la Función Pública salió al paso de las declaraciones del auditor general de la Federación, para criticar su afirmación de que la corrupción en México sigue siendo un mal endémico, y que muy poco se ha hecho para corregirlo. El informe de Transparencia Internacional sobre la percepción de la corrupción en el mundo ubica a nuestro país en un mediocre lugar 64 de 145, y con una calificación de 3.6 en escala de diez. Así, confirma la insatisfacción de los observadores de la situación del país, que fueron encuestados para establecer las calificaciones.

Es improbable que algo se obtenga alegando cuál percepción es la buena. De hecho, esta forma de poner las cosas forma parte del problema y no de la solución. En política, las percepciones cuentan y, con más frecuencia que la deseada, se imponen a los hechos, que son difícilmente reconocibles a partir de imágenes preconcebidas, parcializadas y convenencieras, características normales de la percepción.

Sin abrigar optimismo alguno sobre la capacidad de actores y formadores de opinión, se pueden apuntar algunos rasgos de la situación actual que forman parte de los ingredientes que podrían combinarse para desembocar en una crisis política. El primero es un roce constante entre los espacios democratizados del sistema político y aquellos ámbitos institucionales en que la apertura, la transparencia, la rendición de cuentas y los controles sobre los funcionarios de Gobierno brillan por su ausencia.

A pesar de la evolución del sistema electoral hacia el pluralismo que, no obstante sus defectos, opera y podría consolidarse, la distribución del poder entre las opciones políticas refleja un grado alto de fragmentación.

Los puestos de elección popular obtenidos por los partidos políticos, especialmente los tres grandes, permite verlo. La Presidencia de la República está en manos del PAN, la mayoría relativa en ambas cámaras del Congreso la tiene el PRI, el PRD controla la ciudad de México.

Los estados federados se distribuyen en una mayoría priista, una primera minoría panista y una tercera perredista. En las diputaciones locales y presidencias municipales ocurre otro tanto. Se trata de una geografía electoral que, en efecto, refleja una mayor pluralidad, pero cuyos centros, claves y códigos de coordinación política no son fáciles de encontrar. Quizá porque no existen.

El sistema de Gobierno realmente existente fue construido, amaestrado y acostumbrado a operar bajo el peso de una mayoría abrumadora y con un centro de coordinación presidencial. Se ha afirmado que esto obedecía a las reglas no escritas del poder que se hicieron efectivas gracias a la hegemonía de un solo partido, cuyo “jefe nato” era el Presidente. En consecuencia, se sostuvo la hipótesis de que una vez desaparecida esta condición, gracias al nuevo modelo electoral, el carácter democrático del orden constitucional haría su aparición.

Pero esta hipótesis es equivocada. El autoritarismo no fue sólo asunto de reglas no escritas, sino de una combinación entre éstas y adecuaciones al marco constitucional y legal que acomodó el Gobierno al funcionamiento del sistema presidencialista de partido hegemónico. No se ha reconocido en suficiencia este hecho. Por eso, la propuesta de hacer una revisión puntual e integral del sistema constitucional tiene cada vez más sentido, pero sigue relegada a un plano secundario, por los actores principales.

El rompimiento electoral con el pasado autoritario es una ruptura incompleta. La apertura del sistema de Gobierno a actores provenientes de varios partidos no ha sido acompañada por un pacto que cambie las condiciones y “candados” autoritarios que prevalecen en su organización. Las relaciones entre la Presidencia, el Congreso, la Federación, los estados, los municipios y las legislaturas locales están conformadas por un sistema de reglas diseñadas para admitir un solo centro coordinador. Reglas escritas y no escritas, pero vigentes en las leyes, e impresas en la mentalidad de los actores.

A esta situación que podríamos llamar “estructural”, se agrega la muy dispar distribución ideológica de los actores. Existen más puntos de desacuerdo que de acuerdo en casi todos los temas de la agenda nacional. Ello no hace, sino patentizar aún más la necesidad de establecer mecanismos que favorezcan la coordinación y la aceptación de los límites de cada uno; que hagan posible la convergencia de la diversidad.

El pluralismo genera larva, engendra tensiones en el sistema de Gobierno. Tienden a llevarlo a la descoordinación, a la lucha electoral permanente desde sus estructuras, y a colocar los componentes de una crisis posible, que solamente podrá ser evitada por el acuerdo para refundar los viejos ordenamientos con fórmulas institucionales reconstituyentes del poder público. Evitar la crisis es una y la misma cosa que completar el cambio democrático.

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