Había muchas personas caminado por las aceras, a ambos lados de la calle, mirando los aparadores de las grandes tiendas del centro de la ciudad, que por mucho ya no son los de antes. Los niños tomados de la mano de la mamá avanzaban lentamente con ojos en cuyas pupilas se dibujaba el azoro de ver las lucecitas navideñas que no tenían el esplendor de otros años. Los comercios habían perdido la opulencia de antaño.
En una esquina, recargado en la pared, entreteniéndose en ver pasar a la muchedumbre, estaba un hombre achacoso al que el tiempo, se veía a leguas, se le había echado encima; su actitud era displicente. Daba la impresión de que lo había visto todo, de que nada de la vida le era ajeno. El viejo que vestía una arrugada clámide, calzaba gruesas sandalias, no parecía sentir el viento frío que calaba hasta los huesos. Su melena alborotada llamaba a gritos a un artista de la tijera. Las cejas abundantes formaban un tejadillo a los ojos que escoltaban a una bulbosa nariz. Su bigote a la kaiser y su larga barba eran blancos, como nieve recién caída.
Lo noté al pasar a su lado. No había duda, era el año viejo, que había vivido trescientos sesenta y cinco días turbulentos. No había sido un trabajo fácil. Me detuve volviendo sobre mis pasos. Su atuendo era extraño quizá como el del emperador romano Nerón (37-68) quien sosteniendo su lira la pulsaba mientras presenciaba cómo se incendiaba la ciudad de Roma. Con gran formalidad le dije mi nombre. Él apenas reparó en mi presencia. Su mirada estaba puesta en el otro extremo de la calle. Un largo rato permaneció callado sin dar la menor muestra de que me hubiera escuchado.
De pronto habló sin voltear a verme. “Vaya tarea ingrata la que me dieron, me vi envuelto en la violencia enceguecida de una guerra cruel y desigual. Todas lo son pero ésta rebasó las de Atila, Napoleón y Hitler juntas. He visto morir niños, ancianos, mujeres, enfermos, en salvaje genocidio. He sido testigo de cómo todo un pueblo le dio el triunfo a la sinrazón, sin darse cuenta que lo engañaban. Llegué a preguntarme si las naciones modernas escogen a su líderes escudriñando entre la bazofia. La guerra es, un negocio para unos cuantos, muerte y desolación para los pueblos del orbe”.
Entonces fue que se fijó en mi rostro. “Me voy triste. He sido un año del que se hablará el resto de este siglo. Y no me irá nada bien cuando se haga un balance de lo sucedido. La pobreza ancestral que asola a millones de habitantes se recrudeció este año. Las diferencias económicas, abismales de siempre, entre los que tienen todo y los que no tienen nada, se acentuaron. Lo extraño es que al contrario de lo que sucedió con las tribus vencidas en la exterminación de los piel rojas, que fueron enviados a reservaciones humillantes en el siglo XIX, separándolos del resto de los mortales, así, los potentados se han rodeado de gruesos muros, aislándose voluntariamente en un miedo pavoroso de perder sus lujosas pertenencias. De los delincuentes que andan en la calle algunos portan uniforme, otros huelen a lavanda inglesa.
A propósito de la banda, los políticos siguen peleando por espacios, importándoles muy poco lo que sucede en este país. El mundo se convulsionó con lo acontecido en el Océano Índico, ¿hasta cuándo la humanidad entenderá que está acabando con el medio ambiente?
Hasta ese momento permanecí callado. Escuchando al viejo año que se iba. Su voz denotaba la amargura de quien no ha sido feliz. Sus manos manchadas en sus dorsos, por los días angustiosos que hubo de vivir, se movían al compás de sus expresiones orales, subrayando la sinceridad de sus palabras. Seguí su mirada hacia adelante dándome cuenta que un niño de muy escasa edad caminaba trémulo. Sorprendentemente un pañal era su único atavío. Se había soltado una ventisca sin que el infante pareciera percatarse. Reía con una sonrisa enigmática como la Gioconda de Leonardo Da Vinci. ¿Qué le depararía el destino? Nada bueno, pensé, nada bueno. Lo esperan los mismos vicios de siempre. La humanidad no cambia, no aprende, no respeta.
El ser humano, dicen, es el único animal que vuelve a tropezarse con la misma piedra. ¿Un año de buenaventura será el próximo? Lo deseo de corazón, aunque, reflexiono, sólo que todos así lo hagamos. El viejo y el niño avanzaron un trecho para a continuación distanciarse. Con las manos en los bolsillos y la solapa de mi gabán levantada, con sentimientos encontrados, por el insólito encuentro, me retiré del lugar. Pero antes levanté el brazo a manera de despedida, mientras gritaba: ¡FELIZ AÑO NUEVO!