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Fiesta shii se tiñe de rojo

EL PAÍS

KERBALA, IRAK.- “¡Oh Hussein! ¡Oh Hussein!”, invocaban ayer cientos de shiies mientras buscaban resguardo de las explosiones que parecían sucederse sin fin, en las callejuelas adyacentes al mausoleo del imam Hussein.

Eran poco más de las diez de la mañana y un millón de peregrinos abarrotaban el centro de Kerbala con motivo de la Achura, -una de las fiestas más importantes del Islam shii-.

Al ritmo cadencioso de los golpes en el pecho, le sucedió un breve silencio expectante y, enseguida, las sirenas de las ambulancias y la policía. A la misma hora, en Bagdad, un atentado similar violaba el recinto sagrado de la Kadhumiya. En total, 182 muertos y casi 500 heridos, el día más sangriento de la posguerra.

El Consejo de Gobierno iraquí declaró tres jornadas de luto y pospuso la firma de la Constitución, prevista para hoy miércoles. Desde el amanecer, una marea humana se había ido sumando a los cientos de miles de peregrinos que ya se encontraban en Kerbala para el duelo. En la puerta principal del santuario, una fuente que manaba sangre pretendía ser un símbolo, no una premonición.

La Achura conmemora la muerte violenta, hace 14 siglos de Hussein, el tercer califa shii y uno de los hombres santos más venerados por esa comunidad. Junto a la fuente, algunos penitentes especialmente devotos derramaban su propia sangre haciéndose cortes en la cabeza con una espada. La mayoría observaba con respeto este gesto de expiación y se limitaba a golpearse el pecho. Algunos grababan un video de recuerdo.

Era la primera vez en tres décadas que los shiies, un 60 por ciento de la población de Irak, celebraba con libertad esta festividad religiosa. También había shiies de Afganistán, Pakistán, India, Líbano y, sobre todo, de Irán, el país shii por excelencia. Los grupos de romeros daban vuelta alrededor del mausoleo mientras coreaban eslóganes religiosos, alababan a Hussein y ponían su vida a disposición del santo.

Tal vez esa creencia en un destino sagrado evitó una tragedia de mayores consecuencias. Cuando a las diez de la mañana se oyó la primera explosión, hubo más estupor que pánico. “Macu shi, macu shi” (no pasa nada, no pasa nada), repetían los voluntarios encargados del servicio de orden tratando de evitar una avalancha humana. Pero enseguida, un segundo y un tercer estallido sonaron más próximos como si una traca mortal avanzara por la calle del Mahdi, la que desemboca en la Puerta de Bagdad, justo al norte del mausoleo. La bola de fuego alcanzó hasta los segundos pisos, al menos dos personas volaron por los aires.

Los voluntarios aún tuvieron la templanza de encauzar a la riada de peregrinos hacia las calles adyacentes, alejándoles del recinto del santuario. Todavía hubo cuatro explosiones más, tal vez seis, pero las invocaciones a Hussein inundaban el ambiente. Los vecinos abrían las puertas de sus casas e invitaban a guarecerse a los viandantes sin saber muy bien qué estaba ocurriendo.

Veinte largos minutos después, el ulular de las ambulancias y los coches de policía confirmaban sus peores sospechas. Con mantas y carretillas se improvisó la evacuación de los heridos. Mientras, el temor a que hubiera nuevos artefactos explosivos en la zona desató una búsqueda desesperada a manos desnudas. Sobre el asfalto, la sangre de los nuevos mártires había cubierto con creces la de los penitentes que les habían precedido. Los vecinos encontraron restos humanos en los tejados de varios edificios próximos.

En el sálvese quien pueda, muchos peregrinos se despistaron de sus grupos y preguntaban angustiados dónde estaban o qué había pasado. Los menos afortunados terminaron dándose cita en el hospital Al Hussein, a donde fueron trasladadas las víctimas. Desbordados, sus responsables decidieron impedir el acceso a todo el personal no sanitario. Ni las lágrimas de una anciana iraní lograron conmover a los guardias armados que sólo abrían la reja para dejar paso a las ambulancias.

Mientras, en el jardín del centro, empezaban a acumularse los cadáveres que ya no cabían en la morgue. Eran una treintena en menos de dos horas y las ambulancias seguían llegando. Los empleados los cubrían con bolsas de plástico azules. Muchos apenas eran unos cuantos pedazos sueltos. Al final del día, el juez instructor del caso, Ahmed al Hillali, cifró en 112 los muertos y en 235 los heridos. No fueron las únicas víctimas del día.

Casi a la misma hora, en Bagdad, otra tanda de explosiones sucesivas dejó 70 muertos y 321 heridos más en el principal santuario shii de la capital, el de la Kadhumiya, según informó el ministro iraquí de Salud, Jodair Abbás.

Los guardias de seguridad del recinto dijeron que fueron obra cuatro suicidas. Sin embargo, más tarde la policía informó que uno de los presuntos suicidas había sido detenido y el general Mark Kimmitt, director adjunto de operaciones militares de la Coalición, dijo que fueron tres los hombres bomba que perpetraron el atentado de Bagdad.

En cuanto a las explosiones de Kerbala, Kimmitt explicó que se habían empleado tres medios: un kamikaze, explosivos camuflados y obuses de mortero.

A primera hora de la tarde, aún había peregrinos que seguían llegando al mausoleo del imam Hussein bajo un sol que ya no es de invierno. Ajenos con toda seguridad a lo ocurrido, se golpeaban el pecho, coreaban consignas religiosas y exhibían sus espadas aún impolutas. Pero a esas horas, las fuerzas polacas de la Coalición, bajo cuyo mando está la provincia de Kerbala, ya habían sellado las entradas y salidas de la ciudad para ayudar a la policía local en la captura de sospechosos. Al final del día, había nueve detenidos.

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