El presidente Bush utilizó su amistad con el presidente Fox para realizar un obvio acto de campaña electoral. No otra cosa fue la reunión que ha sido presentada como el recomienzo de la relación personal de quienes gobiernan a México y a Estados Unidos. Más de dos años después de que Fox, soltero entonces, recibió en su propio rancho guanajuatense a los Bush, éstos devolvieron la invitación y atendieron en su propiedad en Crawford a la pareja presidencial mexicana.
Aunque se hicieron acompañar por funcionarios, la reunión del viernes y el sábado (consistente sólo en la cena del primer día y dos horas de conversación al siguiente) fue en realidad un acontecimiento privado, propio del trato social a que se sentían inclinados ambos mandatarios, debido a sus similitudes personales. Y aunque abordaron los temas de que dieron cuenta en la conferencia de prensa, las respuestas a los medios dejaron en claro que se hubiera podido prescindir de la cita. No habrá un antes y un después del encuentro de Crwaford.
La futilidad de la reunión se evidenció en torno al tema de la migración. El gobierno mexicano, dijo el canciller Luis Ernesto Derbez al aterrizar en Texas, esperaba “un avance en alguna presentación ya formal de lo que sería una propuesta migratoria por la administración del presidente Bush”. Y no lo hubo. A Bush se le pidió una fecha sobre la formalización de tal propuesta, y eludió la respuesta, haciendo creer que se buscaba precisión sobre el momento en que el Congreso la aprobaría: “quién sabe lo que ocurrirá en un año electoral. Así que es muy difícil dar una fecha”.
Hace ya dos meses que Bush presentó un esbozo general de una política de migración que satisfizo al Gobierno mexicano, pero no a las agrupaciones de norteamericanos de origen mexicano, y mucho menos a los clubes de migrantes, los trabajadores que estarían en riesgo de sólo trabajar por tres años, pues la iniciativa de Bush —que no ha sido presentada ante el Congreso— se limita a asegurar empleo a trabajadores huéspedes, o temporales por un máximo de tres años.
Sin novedad en ese frente (por eso el presidente Fox dijo, como si hubiera sido lanzada apenas: “damos la bienvenida” a la propuesta de enero) el gobernante mexicano se anticipó a saludar, como si fuera inminente, un alivio en las medidas de seguridad establecidas en los cruces fronterizos. A partir del primero de enero próximo, es decir de 2005, los mexicanos que ingresen por menos de 72 horas a Estados Unidos, dentro de una franja de 40 kilómetros, serán dispensados del trámite de identidad, la toma de huellas digitales y la fotografía que son obligadas para todo pasajero que ingrese a territorio estadounidense. Estará muy bien retornar a la situación previa al incremento de medidas de seguridad en los puntos de acceso a nuestro vecino del norte. Pero eso no significa avance alguno en el abordamiento a los trabajadores mexicanos en aquel país.
En cambio, podríamos estar ante un retroceso en el trato a los mexicanos que se adentran en aquel territorio sin los documentos respectivos. Hace dos semanas, el secretario de Gobernación Santiago Creel y el de seguridad interior norteamericano, el ex gobernador Tom Ridge, firmaron un memorándum de entendimiento para regular las “repatriaciones voluntarias”, con el propósito de hacer salir de Estados Unidos, cada día, por su propia decisión a mexicanos que también por su propia decisión se internaron sin contar con la documentación debida. La cifra supone intensificar las redadas de mexicanos, e implicaría aliviar en un tercio el flujo de trabajadores que cruzan la frontera en busca de colocación. De acuerdo con el Instituto de Política Migratoria a partir de 1990 el número de indocumentados mexicanos que viven en Estados Unidos se incrementó a un ritmo de 300 mil cada año. El programa de repatriación voluntaria significaría que más de cien mil serían deportados a México.
En rigor estricto, la aplicación de ese programa es imposible. No se entiende cómo los mexicanos que consiguen entrar sin papeles en los Estados Unidos, arrostrando todo género de dificultades y peligros, a veces pagando sumas altísimas (por sí y para sus magras posibilidades) a “polleros” que los hacen cruzar y a menudo los abandonan en suelo inhóspito, resolverían dar marcha atrás. Es probable que haya unos pocos que ante los escollos para encontrar trabajo prefieran regresar, pero es poco probable que lo hagan saber a autoridades migratorias y aun a los consulados mexicanos, porque evidenciarían su situación ilegal y quedarían en riesgo de sufrir penas. Menos lo harán si saben que con esa repatriación se cierran para siempre las puertas de Estados Unidos, pues pueden ir a la cárcel si reinciden en su pretensión.
El desarrollo de ese programa, o su cancelación si como puede suponerse significa una sujeción de las autoridades mexicanas a las de otro lado en perjuicio de compatriotas nuestros, será una de las primeras tareas del nuevo embajador ante Washington, Carlos Alberto de Icaza, que reemplaza a Juan José Bremer, acreditado ahora en Londres. Aunque durante sus tres años a orillas del Potomac Bremer realizó una tarea de gran nivel profesional, como algunos de sus antecesores, se echa de ver la pertinencia de que un miembro de carrera del servicio exterior con amplia experiencia asuma la principal embajada mexicana. La trayectoria de Carlos de Icaza permite saber que satisfará esa necesidad.