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Futbol y vandalismo

Jorge Zepeda Patterson

Un hombre de treinta y muchos contempla devastado las enormes entradas que trepanan su cabeza en dirección galopante a una calvicie prematura. El espectáculo en el espejo es tan desolador y deprimente que su mujer se acerca para animarlo: “no te preocupes tanto, hay muchos hombres calvos que resultan muy guapos e interesantes”, le dice. El consuelo es desconsolador. Al hombre le pasan por la mente las imágenes de calvos famosos, pero parecerse a Alfred Hitchcock no le resulta muy reconfortante. “Sí claro, como si hubiera”, responde decepcionado. La mujer simplemente contraataca con un argumento sublime: “cuando estés calvo te parecerás a Zinedine Zidane” le dice con ojos húmedos. El hombre voltea al espejo, saca al pecho y contempla con renovada admiración e infinito agradecimiento a su cabeza monda. Desde luego se trata de un anuncio, pero explota con enorme puntería el extraño y preocupante culto que inspiran los ídolos deportivos.

Todos los países tienen sus héroes atletas, el problema es cuando el ídolo deportivo de un país se llama Cuauhtémoc Blanco. Es una verdadera tragedia que el mejor jugador mexicano de los últimos años tenga la edad emocional de un niño de ocho años, la educación de un guarura de diputado y el coeficiente intelectual de un mal vendedor de seguros.

Y afirmo que es una tragedia y no exagero, porque difícilmente podemos ocultar el efecto imitación que produce Cuauhtémoc Blanco en millones de niños a todo lo ancho del país. Y no está mal que en cada cascarita los pequeños se ilusionen driblando como Cuauhtémoc y hagan el arquero de la cervecería cuando marcan un gol. El problema es que terminen asimilando el paquete completo: la manera emberrinchada de jugar, la actitud de perdonavidas frente a la autoridad, el reclamo continuo a jugadores del mismo equipo y el golpeteo alevoso al jugador contrario.

Pese a su talento Blanco ha terminado por convertirse en un adicto de su propio personaje: se ha acostumbrado tanto a rodar por el suelo para invocar las protestas del estadio y alimentar su propia rabia, que con frecuencia olvida que su obligación era mantenerse de pie para buscar el gol. Dice Juan Villoro que hay delanteros que viven para ser derribados y recibir en pago el tiro libre.

A mí me parece que Blanco vive para ser derribado una y otra vez con el objeto de estallar de indignación comprensible y dar rienda suelta a los demonios que le devoran. El hombre que ha enfrentado a los tribunales por golpear a su mujer, ha encontrado en el futbol la mejor coartada para ejercer un vandalismo aplaudido por la tribuna y legitimado por su talento y por la pasión incondicional de los aficionados.

Hay muchos hombres violentos en el país. Niños grandotes cargados de inseguridad, incapaces de asimilar el menor contratiempo, predispuestos siempre a descargar su frustración en otros más débiles. Pero es un drama cuando justo uno de ellos termina convertido en ídolo de las multitudes.

Lo que sucedió hace unos días en el estadio Azteca no es culpa exclusiva de Cuauhtémoc. Pero el comportamiento de este tipo de jugadores alimenta un fenómeno cada vez más alarmante: la creciente violencia en los estadios de futbol.

Hay una especie de comunión entre la personalidad de los jugadores provocadores y las barras bravas. La crispación del delantero se traslada a la tribuna; su incapacidad para aceptar una decisión arbitral adversa es asimilada por la masa; sus ganas de desquite se convierten en el combustible de la indignación irresistible que electriza a la concurrencia.

Pero una vez que se establece esta simbiosis entre jugador y masa, algo parece romperse. El jugador da salida a su rabieta con una mentada al árbitro o en un codazo al rival, pero al final se calmara en las regaderas. Pero la masa no tiene ese recurso. No hay manera de desahogar la frustración de una derrota, porque el aficionado ha “comprado” de parte del jugador la convicción de que un mal resultado es producto de las infamias del árbitro o de las vilezas del adversario.

Una vez en movimiento, la masa adquiere vida propia. A la masa indignada todo le parece La Bastilla, dice Elías Canetti. Los individuos dejan de ser individuos para desaparecer en el poder de los números y en su propia sed de justicia. Quedan convertidos en miembros anónimos de un ente que alivia su rencor destruyendo cosas, desquitándose con todo lo que no sea la masa. La exultación del vecino alimenta la rabia del que está al lado, la temeridad de uno propicia el vandalismo de otro; la furia entre las filas corre a la velocidad del más acelerado; la pertenencia al colectivo borra los límites y la autocontención de cada individuo.

No hay manera de condicionar a los dioses para que otorguen el don de la genialidad deportiva a personas admirables. Pelé es un caballero y Platini una dama, pero Maradona es un adicto autodestructivo y Cuauhtémoc un pendenciero irresponsable. Tendremos que cargar con nuestras propias debilidades.

Pero algo tendremos que hacer para evitar que las enormes carencias que estos ídolos padecen como seres humanos destruyan la posibilidad de disfrutar una tarde de futbol. No sólo se trata del vandalismo en las tribunas, sino de los hábitos de imitación en las canchas llaneras y en última instancia, en los patios o en las aulas. Se trata de que millones de niños no terminen creyendo, también ellos, que el mundo no los merece.

(jzepeda52@aol.com)

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