Que el Presidente de la República posee la facultad de remover libremente al secretario de seguridad pública de la Ciudad de México, nadie lo duda, pues se trata de una atribución legal expresa, remanente de la época en que el Departamento del Distrito Federal era dependencia del Gobierno Federal. Que el linchamiento de tres agentes policiacos en Tláhuac (dos de los cuales fueron brutalmente asesinados) ameritaba una pesquisa escrupulosa y las sanciones condignas a los mandos que fueron omisos en el cumplimiento de su deber, tampoco es asunto de discusión. Pero el modo en que lo encaró el presidente Fox empeora la situación y tensa aún más su relación con el Gobierno de la capital y su jefe, Andrés Manuel López Obrador.
De manera casi inesperada, Fox removió a Marcelo Ebrard. No fue enteramente sorpresiva la decisión dado que la mayor evidencia sobre lo ocurrido se orientaba a mostrar el desorden y los desarreglos internos en la Policía Federal Preventiva, a que pertenecían los agentes sacrificados y que antes de su captura por quienes los asesinaron, y durante el linchamiento mismo se desentendió por completo de su suerte.
Era tácticamente conveniente cargar la orientación de las averiguaciones hacia la responsabilidad de Ebrard. Pero el momento y el modo fueron excesivos.
Se trata de un golpe político, que poco tiene que ver con los sucesos del 23 de noviembre, si bien los aprovecha. Si Ebrard estuviera incluido en una averiguación ministerial, y ésta hubiera determinado su responsabilidad en aquellos acontecimientos, no sólo se explicaría su despido, sino que nadie lo objetaría. Pero la decisión de Fox no se inscribe en ese contexto. Ebrard no había sido siquiera llamado a declarar ante el Ministerio Público Federal, y por lo tanto la indagación dista de estar concluida. La manera de cesarlo, por si faltaran elementos para dilucidar su carácter político, no ocultó la verdadera naturaleza del acto.
Ebrard rendía un informe ante la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Un ayudante lo interrumpió para avisar que a las trece horas había llegado a su oficina un oficio, de cuya esencia dio cuenta el propio presidente Fox minutos más tarde. Lo destituía sin establecer las causas, y además lo conminó a abstenerse de realizar a partir de esta fecha, ayer mismo, cualquier acto que implicara continuar en sus funciones. Dejar de ese modo descabezada la seguridad pública en la Ciudad supone una enorme irresponsabilidad en el Ejecutivo Federal. Ebrard prescindió casi enseguida del personal que lo escoltaba, pero no pudo evitar una reunión por la tarde, con los subsecretarios y los jefes de sector, para imprimir un poco de orden al caos generado por su despido.
López Obrador había defendido días atrás a su secretario de seguridad. Pero no puede hacer nada para evitar el cese. Admitirlo no pone fin al espinoso episodio. Sin facultades para ello, Fox le concedió un plazo de 72 horas para que presente una propuesta de reemplazo a Ebrard. Ya lejano del comportamiento institucional fue notificarle por escrito la remoción del secretario como un hecho consumado. Por añadidura, con la fijación de ese término, fundado en quién sabe qué ordenamiento, el presidente puso en un aprieto a López Obrador. Éste puede desentenderse del plazo porque no es un subordinado del presidente como lo era el jefe del departamento del Distrito Federal, y no está obligado a recibir instrucciones.
La facultad relativa al nombramiento del secretario de seguridad pública es compartida (el jefe propone y el presidente dispone) y también puede serlo, es optativa, la decisión para remover. Ésta es propia y libre del Presidente o puede ejercerla de acuerdo con el responsable del Gobierno capitalino. Fox eligió la vía corta de sólo comunicar, no poner a consideración de López Obrador el despido.
Tal como lo revela su conducta desaprensiva en este punto, el presidente puede ir más lejos. Sea que el jefe de Gobierno admita el plazo perentorio, sea que pida alargarlo o lo prolongue en los hechos, el presidente puede negarse a autorizar el nombramiento propuesto por López Obrador una y otra vez. Y si bien a esta hora ya se habrá resuelto el relevo provisional de Ebrard, la seguridad pública de la Ciudad de México puede estar descabezada formalmente por el tiempo que resuelva Fox, o bien éste puede hacerse cargo de ella directamente.
Aparte la gravedad del cese de Ebrard en sí mismo, el hecho hace una vez más evidente la complicación jurídica de la vida institucional de la Ciudad de México. El congelamiento en el Senado de la reforma política presentada de modo unánime por la Asamblea Legislativa en 2001, y aprobada por la casi totalidad de la Cámara tiempo después, ha generado vacíos e incongruencias jurídicas de no poca importancia, que se agravan cuando factores políticos enredan la situación.
Es posible conjeturar que el impromptu presidencial se relaciona con la decisión de López Obrador de fomentar la creación de una red ciudadana, uno de cuyos responsables es Manuel Camacho. La indudable alianza de éste con el jefe de Gobierno se afianzó con la tarea que ahora el ex comisionado para la paz en Chiapas ha aceptado. Dado el vínculo de Camacho y Ebrard, la conversión de aquel en proselitista de López Obrador beneficiaría la eventual candidatura de Ebrard al Gobierno capitalino. Salvo que reciba una encomienda nueva de López Obrador -un enroque con Alejandro Encinas, por ejemplo-, esa posibilidad quedó frenada.