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González Guevara/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Al día siguiente de su cumpleaños número 85, el 23 de diciembre pasado murió don Rodolfo González Guevara. Aunque había dado por concluida su prolongada vida política, es debido recordarlo porque su concepción del PRI tiene tanta actualidad que, como bien recordó el diputado Roberto Campa —que como González Guevara dirigió el partido tricolor en el DF— otra hubiera sido la suerte del priismo en la capital de haberse atendido las actitudes y percepciones de don Rodolfo.

Nacido en Mazatlán el 22 de diciembre de 1918, González Guevara se formó en Guadalajara. Mientras estudiaba derecho en la U de G, dirigió la Federación de Estudiantes Socialistas de Occidente y fue apadrinado por el líder obrero Heliodoro Hernández Loza que amén de dirigir la CTM durante décadas en Jalisco, fue alcalde de Guadalajara, de cuyo ayuntamiento hizo secretario a González Guevara en 1947. En los años siguientes, el joven político estuvo cerca del naciente Partido Popular, encabezado por Lombardo Toledano pero finalmente se adhirió al PRI que, poco después, en 1952 lo llevó por primera vez a la Cámara de Diputados. Tuvo allí una sobresaliente actuación, que incluyó presidir la Cámara en diciembre de 1954.

Al año siguiente, en que se eligió una nueva legislatura, se le nombró presidente del comité priista en el Distrito Federal. Reconoció que su partido, entonces dotado de un poder incontrastable, había perdido tres curules capitalinas. En un caso la elección quedó anulada, y sin representación el 13o. distrito; y en dos más los panistas Manuel Sierra Macedo y Alfonso Ituarte Servín fueron diputados de mayoría (única forma en que entonces se ingresaba a la Cámara). La actitud de González Guevara le concitó la irritación de los dirigentes afectados, y pareció ser el final de su aún breve carrera. Pero no fue así. Supo mantener sus convicciones y permaneció en el puesto hasta 1964, cuando fue elevado a la secretaría general del PRI, durante la campaña de Gustavo Díaz Ordaz y bajo la dirección de Alfonso Corona del Rosal, a cuyo lado actuaría en los seis años siguientes. Fue primero subsecretario del Patrimonio Nacional y luego secretario general del Departamento del Distrito Federal.

Enemistado con Echeverría por su adhesión a la precandidatura de Corona del Rosal, hubiera caído en el ostracismo de no haber sido designado presidente del PRI, en 1972, Jesús Reyes Heroles, quien le confió tareas delicadas e influyó para que en 1976 fuera de nuevo diputado. El secretario de Gobernación, perceptivo de la negativa influencia que pretendía mantener Echeverría sobre el gobierno de su sucesor, consiguió impedir que el ex presidente dominara la Cámara a través de Augusto Gómez Villanueva, a quien González Guevara sustituyó como presidente de la Gran Comisión, la poderosa figura que ejecutaba las instrucciones del Presidente de la República. Aunque don Rodolfo no dejó de cumplir esa función, lo hizo de modo insólito hasta entonces, el modo cuya falta reprocharon los actuales legisladores a su depuesta coordinadora Elba Ester Gordillo: el trato respetuoso entre iguales y aun el respeto a la disidencia, que en tiempos de la Presidencia faraónica podía ser tenido como delito, causa de sanciones y aun de la cancelación de una carrera. Varias leyes en que López Portillo tenía personal interés fueron objetadas y votadas en contra por un puñado de legisladores a quienes, lejos de marginar, González Guevara atendía y escuchaba.

Fue todavía subsecretario de Gobernación y embajador en Madrid antes de iniciar su lenta marcha hacia fuera del PRI. Precisamente su experiencia española, a mediados de los ochenta, lo hizo concebir una Corriente Crítica dentro de su partido. Aún el nombre provenía de la que encabezaba en el PSOE el diputado Pablo Castellano, frecuente interlocutor del improvisado diplomático. Castellano, opositor al franquismo desde estudiante, cercano a don Enrique Tierno Galván, fue después opositor a Felipe González, sobre cuyo gobierno escribió el libro Yo sí me acuerdo. Su crítica a la corrupción y al aparato del partido, así como al distanciamiento de su programa en la acción de gobierno, coincidía con la que hacía González Guevara y, por su lado cada uno, en Morelia el gobernador saliente de Michoacán Cuauhtémoc Cárdenas y en Nueva York Porfirio Muñoz Ledo, embajador ante la ONU.

Participante en las reuniones iniciales donde fraguó la Corriente democrática, González Guevara disintió tácticamente de sus compañeros sobre la oportunidad de marcharse del PRI, y se mantuvo en el partido hasta 1990. En febrero de ese año me dijo —en entrevista para el número inaugural del semanario Mira— que renunciaría a su partido si adoptaba el neoliberalismo. Debió parecerle, en septiembre siguiente, que tal transformación había ocurrido, porque entonces renunció a su eficaz pertenencia. Aun en la forma hizo valer sus posiciones. Dirigió la carta no al comité nacional, encabezado entonces por Luis Donaldo Colosio, sino a su comité distrital (al que reprocha no haber organizado la sección a que el dimitente debía pertenecer). Tras denunciar la celebración de la decimosexta asamblea nacional priista como “la peor mascarada del PRI en su larga historia”, puso punto final a su militancia: “No tengo razón alguna para continuar como miembro del PRI”.

Intentó sin éxito crear una nuevo partido, el Renovador, y finalmente se acercó al PRD. La muerte de su esposa, doña Elisa Macías, abogada como él, anticipó la suya propia.

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