Uno de los mandatos esenciales de cualquier administración federal es proporcionar a sus habitantes las garantías básicas en cuanto a seguridad se refiere. Por desgracia, en México el hampa y las redes de crimen organizado rebasaron hace tiempo los raquíticos o mal encaminados esfuerzos por parar tan grave situación. Salvo muy contadas excepciones, a lo largo y ancho del territorio nacional secuestros, robos en todas sus categorías, además de otras vejaciones contra las garantías individuales del ser humano han pasado a formar parte del consciente colectivo y hoy por hoy sencillamente no existe un plan de ataque con miras de éxito a corto, mediano o largo plazo.
Aunque los municipios que componen La Laguna son relativamente más seguros a comparación de otras latitudes –no pasemos por alto el buen nivel de coordinación policíaca en Gómez Palacio- en general ya nadie está exento de sufrir un siniestro. Ante tan alarmante panorama, las familias laguneras cuyos recursos rebasan el común denominador o cuya visibilidad pública es mayor se han visto ante la difícil pero necesaria decisión de contratar grupos de seguridad privada que garanticen su integridad personal pues las condiciones actuales hacen práctica y humanamente imposible que las instancias gubernamentales encargadas puedan realizarlo con la misma efectividad.
Desde hace relativamente poco tiempo, en Torreón, Gómez y Lerdo se observa un aumento desmedido de escoltas personales o como popular o casi peyorativamente se les conoce: guaruras. Dichos elementos ya forman parte del escenario local y puede vérseles apostados afuera de residencias particulares, oficinas, restaurantes, discotecas u otros lugares. Quizá su presencia cobra mayor notoriedad cuando circulan por calles y avenidas siguiendo (en automóviles con todos los distintivos y parafernalia propia del caso) muy de cerca a sus protegidos, quienes también llaman la atención al circular en coches blindados o de grandes marcas.
Quiero aclarar que estoy a favor de autoprotegerse pues por desgracia nadie más lo hará por nosotros, además prácticamente nadie confía ya en el policía de la esquina. El meollo del asunto, lo verdaderamente grave, lamentable y que tiene a un importantísimo grupo de laguneros en franco estado de impotencia, son los abusos que un buen número de guardaespaldas vienen cometiendo al amparo de una pistola o una placa. Dado que en México no existe una legislación clara que determine funciones específicas a estos señores, ello ha ocasionado arbitrariedades de toda índole. Cabe destacar que hasta la fecha ninguna autoridad municipal o estatal cuenta con argumentos viables o está en la posibilidad de responder al creciente clamor ciudadano, a la eterna pregunta que se queda en el aire: ¿Y ahora quién podrá defendernos?
Es importante mencionar que muchos de estos elementos son verdaderos profesionales en cumplimiento de su obligación. Por lo general cuentan con el entrenamiento apropiado, son discretos y no salen del círculo de su competencia, es decir, vigilar con celo la integridad física del interesado. Pero como en todos los casos se cuecen habas, también aquí se cuenta con una plaga de abusivos que viven en el error, padecen complejos inherentes a quien nada tuvo y cuando asciende la escala social loco se quiere volver. A los últimos hay que tenerles verdadero pavor pues por lo general, al menor impulso reflejo pierden sus cabales y terminan emulando el símil del perro de Pavlov, frenético frente al sonido de la campana.
Son muchos los casos que podríamos relatar, de hecho nunca terminaríamos la historia. Destacan en especial los “juniors” o hijos de papi que convierten o les otorgan a sus guardaespaldas funciones de nanas. Se les puede ver en centros nocturnos y bares amedrentando a cadeneros u otros jóvenes que se les cruzan en el camino. A mí nadie me lo cuenta: como a fulanito alguien le puso mala cara o por error “vieron raro a su novia”, inmediatamente ordena al pistolero que desenfunde el arma para marcar territorio pues “no sabes con quién te estás metiendo”. O peor aún, lo que ocurrió hace días en la feria de Gómez Palacio cuando un empistolado arremetió contra una pobre muchacha que por circunstancias de la vida se encontraba en el lugar equivocado, a la hora equivocada.
Vaya que trascendimos el imaginario para pasar a la cruda realidad. El problema de fondo estriba en un hecho contundente: a la mayoría de los guaruras prácticamente se les avienta al ruedo sin antes contar con una preparación adecuada para tan delicada labor. Muchos son ex judiciales de dudosos orígenes que cuando llegan a ser despedidos y se encuentran libres constituyen una verdadera afrenta a la seguridad pues por lo general son ellos mismos los que terminan formando bandas de secuestradores. ¿Quién otorga permisos para portar armas en México? ¿Quién en sus cabales contrata a un jardinero corpulento, pone al alcance de su mano la vieja pistola escondida en el armario y lo saca a las calles para que se erija en defensor personal con licencia para matar? Créanme que cientos.
El ciudadano común y corriente está hastiado de ser víctima de los cuasidelincuentes escudados tras el mote de escolta personal. Este columnista ha recibido una larga lista de correos pidiendo cambios, clamando ser escuchado o simplemente participándome algún abuso por parte de dichos sujetos. De hecho y si la memoria no me falla, creo que no es la primera ocasión en la que dedico espacio para hablar de este tema. Para terminar, por mi parte quisiera hacer hincapié en dos cuestiones muy importantes. A las familias que cuentan con escoltas pidan a los mismos se apeguen a los cánones de profesionalismo y finalmente a las autoridades un poco de mano dura frente a cualquier arbitrariedad que pudiese ir en detrimento de aquellos que no cuentan con posibilidades de defenderse y son quienes en realidad se encuentran en peligro inminente.
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