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Guerras sucias/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Dondequiera que hubo guerra sucia en los años setenta (y poco antes y poco después), avanza la justicia. Sin rencor, sino con la legítima ambición de establecer la verdad jurídica y la histórica, y castigar a los responsables de crímenes contra la humanidad, consumados en la desaparición y asesinato de miles de víctimas, en Argentina, en Chile, en Uruguay progresan las acusaciones contra los dictadores y sus esbirros (Massera, Pinochet y Contreras, Bordaberry, por lo pronto han tenido que acudir a los tribunales, y el viejo tirano tiene que pasar por loco).

A paso igual de lento, o aún menos acelerado avanza también en México la búsqueda de evidencias y sanciones. La Procuraduría General de la República solicitó ya a la Suprema Corte de Justicia que atraiga la apelación contra el sobreseimiento que benefició al ex presidente Luis Echeverría y coacusados. Mientras se produce la respuesta del alto tribunal, la fiscalía especial consiguió otra orden de aprehensión, la tercera contra Luis de la Barreda Moreno (la novena en total), ahora por la desaparición de José Barrón Caldera, ocurrida en 1976.

Dos mandamientos previos han dispuesto la captura del mismo ex director federal de seguridad por la desaparición de Jesús Piedra Ibarra e Ignacio Salas Obregón. Es inevitable que, abierta la posibilidad de formalizar denuncias contra los directores de la guerra sucia mexicana, se multiplique la evidencia en su contra. Es igualmente comprensible, y conmovedor, que Luis de la Barreda Solórzano, ex presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, defienda a su padre (como ante los tribunales lo hacen los abogados hijos de Miguel Nazar Haro).

Amén de sus tachas al contenido de las pesquisas, ha propuesto una amnistía para los miembros de las fuerzas represivas que en vez de cumplir su deber infringieron la ley, motivo por el cual se les persigue ahora con las formalidades que ellos resolvieron no cumplir cuando ejercieron autoridad. Como dolido hijo de un hombre que a avanzada edad tiene que enfrentarse a su pasado, De la Barreda Solórzano merece solidaridad y respeto, pero como diestro abogado puede comprender que la búsqueda de la justicia no debe frenarse hasta conseguir su propósito.

Como nuevo ejemplo del involucramiento de De la Barreda Moreno en la guerra sucia, las víctimas de ella en El Quemado, Gro, han ofrecido un testimonio sobre cuyo contenido el propio ex director de la DFS y otros ex servidores públicos deben manifestarse. Cinco sobrevivientes del terrible episodio que se esboza a continuación leyeron el libro Los patriotas, de Julio Scherer y Carlos Monsiváis. La porción escrita por el ex director de Excélsior se basa en informes oficiales, disponibles ahora en el Archivo general de la nación.

Uno de esos informes, suscrito por De la Barreda Moreno, no el texto del periodista, es refutado en una extensa carta firmada por Avelino Pino Hernández, Víctor Martínez Vargas, Benito Manrique Jiménez, Hipólito Morales Piza y Evaristo Castañón. Niegan que sea verdad lo dicho por De la Barreda Moreno, de que cuatro días antes del ataque ocurrido en El Quemado en septiembre de 1972 “el Ejército había detenido a los miembros de la Comisión de Lucha del Partido de los Pobres”.

A treinta y dos años de distancia, esos integrantes “del pueblo pobre de El Quemado”, que siguen viviendo allí, afirman: “A esta comunidad nunca vino Lucio Cabañas. Aquí llegó el Ejército el cinco de septiembre de 1972 y los soldados anduvieron en todo el pueblo invitando a los ciudadanos a una reunión en el campo deportivo. Y ahí hicieron las detenciones de 87 personas. Eso fue un mes antes de la fecha del informe de Luis de la Barreda, no cuatro días antes. Fue precisamente a finales de agosto de 1972 cuando unos militares llegaron a la comunidad muy temprano y catearon algunos hogares, y los primeros que entraban a las casas iban dejando utensilios militares escondidos en las habitaciones, como botas, ánforas, platos y ropa, y luego entraban otros soldados y se encontraban esas pertenencias para implicar al dueño de la casa, realizando así las primeras detenciones de cinco personas inocentes.

En total fuimos detenidas 92 personas, siendo el menor de 15 años y el mayor de 64... “Además de ser detenidos, fuimos sometidos a las peores torturas que se sabe el Ejército (agujas bajo las uñas, electricidad en el cuerpo, sobre todo en las partes nobles; fuimos amarrados y vendados, tirados en el suelo durante días, sin permitirnos dormir); también, obligados a ver la tortura contra familiares (es insoportable para un padre ver cómo torturan a su hijo y viceversa... y forzados a firmar confesiones en blanco, arrancadas bajo tortura emocional y física. Fuimos encarcelados, procesados sin saber las acusaciones y en un juicio plagado de irregularidades, sentenciados a 30 años de prisión, sin tener algún defensor legal”.

“Quedaron ocho desaparecidos: Mario García Téllez, Aurelio Díaz Fierro, Ángel Piza Hierro, Rito Izazaga, el hijo de Goyita Tabares, Ignacio Sánchez, Gregorio Flores Leonardo, y J. Veda Ríos Ocampo; los tres últimos fueron asesinados a golpes en los cuarteles militares de Atoyac y Acapulco, y sus cuerpos nunca fueron entregados a sus familiares”. “Permanecimos en prisión injustamente, desde seis meses algunos hasta cuatro años y dos meses otros, y los últimos en salir de la cárcel lo hicimos en noviembre de 1976, porque no hubo pruebas de que fuéramos guerrilleros y de que hubiéramos cometido delito alguno...”

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