En vista del ánimo depresivo que justificadamente se ha abatido sobre el mundo desde el pasado miércoles, permítaseme ser lo suficientemente perverso como para agudizarlo. ¿Cómo? Fácil: recordando el aniversario de un hecho que, de manera quizá ingenua, nos hizo pensar que el mundo iba a enderezar su rumbo, nos íbamos a quitar de broncas inútiles y dolorosas y el siglo XXI iba a ser puro coser y cantar o casi. Este martes van a hacer quince años que pensamos todo eso, en un estallido de vil alegría y simple irresponsabilidad. En esos entonces no nos mordíamos las uñas ni rezábamos fervorosamente para que la Virgencita Morena (o de la etnia que fuera) iluminara a los electores de Ohio… como si de algo sirviera apelar a la sensatez de los habitantes de un estado que alberga a los Cafés de Cleveland y los Bengalíes de Cincinnati. Es obvio que esa gente está mal de la azotea. Ah, y sí, ya que le ando atinando a los pronósticos: hoy Pittsburgh también le va a quitar lo invicto a Filadelfia. Faltaba más.
La cuestión es que este martes van a hacer tres lustros que cayó el Muro de Berlín y todo el mundo se nos volteó patas-arriba… aunque pensábamos que, cuando volviera a poner los pies en la tierra, como los gatos, lo haría de manera elegante, estable y ordenada. Qué equivocados estábamos. Qué tontos nos vemos ahora.
Aunque el optimismo naïve de aquellos días es perfectamente disculpable: después de todo, había ocurrido algo que no pensábamos llegar a ver en nuestras vidas. Digo, si el Santos ganara la Copa Libertadores, ¿quién no soñaría con la Intercontinental, así fuera contra el Inter o la Juventus? Como dicen en mi pueblo, ya encarrerado el ratón… ya sabrá qué hacer el gato.
Y es que quienes nacimos en plena Guerra Fría teníamos unas cuantas certezas indiscutibles, un puñado de certidumbres incontestables: que íbamos a morir (si en forma de ceniza atómica o no, estaba por verse); que la Selección Nacional jamás iba a ganar una Copa del Mundo (ésa se mantiene y como dijo don Teofilito…); que don Fidel Velásquez era inmortal (ésa casi se cumple) y que el Muro de Berlín seguiría ahí per sécula seculorum. Amén. Tan era así, que la maldita pared servía de metáfora tanto para lo imposible como para lo inmutable: “Amor, ¿cuándo nos vamos a casar? Ya llevamos siete años de novios y como ciento ochenta pruebas de amor…”, “Deja que caiga el Muro. Hay que estar pendientes de la situación internacional”. O bien, la promesa que hiciera Roger Waters, ex vocalista de Pink Floyd. Cuando le preguntaron cuándo se volvería a dar un concierto de “The Wall”, éste respondió socarrón: “Cuando caiga el Muro de Berlín y lo daré ahí y gratis”. Y pues sí, ya ven lo que pasa por andar de bocón. Ése sí tuvo que cumplir.
Quizá haya sido inercia mental, pero imaginarnos un mundo distinto, sin Muro, mientras nacíamos, crecíamos, nos nutríamos y nos multiplicábamos (o la lucha le hacíamos, total), no entraba en el ámbito de lo consciente ni lo regular. El Muro era inamovible y sempiterno. Por ello su caída fue una catarsis tan explosiva, climática y universal.
Por eso y porque dejaba columbrar, en más de un sentido, que uno de los dos sistemas ideológicos que habían estado de estira-y-afloja durante cuatro décadas, se hallaba dispuesto a tirar la toalla.
Si la Guerra Fría terminó cuando los berlineses le dieron vuelo a su instinto de hormigas trepadoras o en otra fecha, es una cuestión más bien académica y por lo tanto bizantina y ociosa. Lo que sí resulta indiscutible es que esa noche quedó claro que el sistema del Socialismo Real no podía seguir conteniendo mediante la violencia las fuerzas que en su interior se empezaban a mover para desmantelarlo. Y que esas fuerzas iban a ganar la partida.
Después de todo, el Muro se había erigido en 1961 precisamente con la intención de proteger un sistema que necesitaba barreras para que sus dichosos ciudadanos, los recipientes de tantos beneficios y sabiduría, no se largaran a otro lado (función que siguen ejerciendo de manera natural los Estrechos de la Florida y el Desierto de Arizona, cada uno a su manera y por distintas razones). A principios de los sesenta la diferencia entre la Alemania Federal (capitalista) y la Democrática (comunista, usualmente llamada la RDA) o mejor dicho, entre los niveles de vida de sus ciudadanos, eran ya notorios. Y como Berlín seguía siendo una sola ciudad regida por las cuatro potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial, la cosa no tenía mucha ciencia: un chavo nada tonto recibía magníficos estudios gratuitos en Alemania Oriental y en cuanto obtenía su título, agarraba sus bártulos, cruzaba la ciudad (o la calle) y se ponía a chambear en Alemania Occidental, donde los cochinos capitalistas le pagaban quince veces más, podía tener un departamento más grande que una perrera y comprar un BMW en vez de un Trabant, ese extraño engendro automotriz de dos cilindros que en la RDA se hacía pasar por automóvil. Como hubiera dicho el viejo Lenin: la gente estaba votando con los pies… y sus pasos iban en el sentido contrario al establecido por el dogma del Paraíso de los Trabajadores.
Aquella sangría de talento, aquella “fuga de cerebros” (de hecho, ahí nació el término: como “brain drain”) amenazaba con colapsar no sólo la imagen que de sí mismo quería proyectar el Socialismo Real, sino la existencia misma de la RDA. El país se estaba quedando sin mano de obra calificada y para colmo se encargaba de preparársela al odiado rival. Había que hacer algo, radical, rápidamente. Además, algo que no infringiera los derechos de las potencias de la OTAN sobre Berlín Occidental: cualquier tontería podía llevar a una confrontación nuclear (como un año después ocurrió en Cuba).
La respuesta, en agosto de 1961, fue construir el Muro. El cual constituía una admisión tajante del fracaso de un sistema que, a toda costa, impide la emigración de sus ciudadanos. Aunque, claro, se hacía pasar la ficción de que era ¡para proteger a la RDA! De hecho, oficialmente el Muro se llamaba La Gran Barrera Antifascista. Lo raro es que el flujo era al revés: a lo largo de los años, dos centenares de osados dejaron la vida en las alambradas… tratando de salir de Berlín Oriental.
Los nacidos por esos entonces, pues, nos acostumbramos a ver aquella pared como si fueran los Himalayas o los dulces regionales de Paila: algo inexplicable pero inexorable, que ahí estaba y no se iba a mover nunca jamás.
Pero llegó Gorbachev. Y vio que las cosas no podían seguir así. Arrancó la Perestroika (que fracasó miserablemente) y el Glastnost (que tuvo un éxito excesivo) y al rato se rompieron no sólo los paradigmas sino muchas otras cosas (y crismas). Entre ellos, el dogma de que para la URSS eran necesarios esa ristra de parásitos que, con excepciones, constituían los llamados “satélites” de Europa Oriental. Ah, y Cuba, que por ello se quedó de la noche a la mañana sin un cinco del jugoso subsidio soviético (al que se debía que la Revolución se mantuviera a flote) y tuvo que permitir la circulación del odiado dólar en la isla bella.
Así que esos vientos de cambio llegaron a todos lados. Y a la hora de escoger, los pueblos de Europa Oriental eligieron el bueno por conocer: uno tras otro fueron desechando los regímenes socialistas. En la RDA se temía que Erich Hoenecker, el vetusto líder comunista alemán, fuera a provocar un baño de sangre con tal de mantener su maltrecho régimen. El mismo politburó de la RDA se dio cuenta del riesgo y lo echó a principios de noviembre de 1989. A las pocas horas y hechos unas bolas horrendas, los nuevos líderes anunciaron que se abría la frontera con Berlín Occidental. El problema fue que nadie les avisó a los guardias de frontera… los cuales, ante la marea humana, optaron por levantar las barreras y dejar que la gente se desbordara sobre “el otro lado”… que no habían visto desde hacía 28 años. Lo demás es historia.
Una que, por desgracia, no ha caminado como esperábamos entonces. Insisto, quizá fuimos muy ingenuos, pero teníamos justificación. Ahora somos pesimistas… y tenemos más justificación todavía.
Nos vemos este miércoles a las 8:30 PM en Icocult (Colón y Juárez) para la presentación del libro “Esquinas a la vuelta del domingo”, una colección de lo más representativo de esta columna de los años 2000 a 2003. Entrada libre. Habrá brindis (ya si alcanza para todos, quién sabe). ¡Magnífica oportunidad de hacerse de un original regalo navideño! (Sí, ya sé, ya sé: la mercadotecnia no es mi fuerte…).
Consejo no pedido para sentirse emparedado: Lean “El barril de amontillado”, de Edgar Allan Poe. Excelente horror claustrofóbico. Provecho.
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