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Héroes/Umbrales

Alejandro Irigoyen Ponce

Hay ocasiones en que la plata sabe a victoria, pero también las hay en que sabe a derrota. Finalmente es el segundo lugar, un “ya merito” que se sobredimensiona, cuando una nación entera coloca una suerte de deseo de redención en un par de piernas.

Ana Gabriela Guevara, el orgullo de Sonora -y como no hay más, de México entero- cumplió, hizo lo suyo, se colgó una medalla al cuello y finalmente, es quien menos culpa tiene de que millones de mexicanos sublimaran en su figura, un anhelo de grandeza, de poder, de bienestar, de todo aquello que desafortunadamente, brilla por su ausencia en la amarga cotidianidad del grueso de la población.

La de Nogales corrió como gacela, como sabe hacerlo y por instantes parecía que la gloria le aguardaba en la meta. Millones de gargantas se aprestaban a lanzar liberadores gritos de “Cómo no, sí se puede”, los famosos “Viva México” y medio centenar de arengas salpicadas de picardía que alivian en la imaginaria colectiva, la pesada carga que impone nuestra realidad.

A sólo unos metros de la meta, la de Bahamas, Tonique Williams, le arrebató a Ana su presea áurea y al resto de los mexicanos un poco de esperanza. Como siempre, luego del impacto, llega la asimilación, la aceptación. Como si fuera de oro, es nuestra campeona... y como dice el presidente Fox: “Una medalla de plata ganada contra las mejores en una competencia olímpica, con lo mejor del mundo, tiene todo el mérito”.

Es cierto, pero en estos momentos, qué catártico hubiera resultado el que por fin se entonara el Himno Nacional, que retumbara nuestro: “Mexicanos al grito de guerra...” en el podio de Atenas, eso hubiese sido suficiente para olvidar por unos días –o semanas, de acuerdo a la necesidad de evasión de cada quién- que nuestra clase política no da una, que el desempleo y la inseguridad golpean en cada rincón de nuestro territorio y que los chinos amenazan con terminar de sepultar a amplios sectores del aparato productivo nacional.

En fin, se necesitaba el oro para justificar las vacaciones de 114 de nuestros atletas por tierras griegas, para ratificar la premisa de que el esfuerzo individual rinde frutos y que se puede triunfar pese a todo. Sin duda nuestros gobernantes y políticos necesitaban el triunfo de Ana para liberar la presión que amenaza con congestionar a una ciudadanía cada vez más crítica y demandante; necesitaban al icono con el cual aderezar discursos y lograr, aunque sea por unos días, que la aguda crisis de credibilidad que los rodea, no fuera tan evidente.

Una docena de funcionarios hubiera querido que Ana le cerrara la boca con mayor contundencia a Luis de la Calle, ex negociador del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que sostiene que: “México es tan competitivo en su política de comercio exterior e industrial como lo es su equipo olímpico, o sea, es incapaz de ganar medallas”.

Pero la realidad se afana en disipar los sueños. Si el golpe no fue lo suficientemente duro como para eliminar la tentación de colocar ahora nuestra esperanza en la ciclista Belem Guerrero o en los taekwondoínes Víctor Estrada e Iridia Salazar, tendremos que conformarnos con esa meritoria plata. No hay opción.

La morenita y chaparrita Mari Jose Alcalá, que como atleta, como especialista en plataforma de diez metros, nunca dio mayor satisfacción al país, pone las cosas en claro cuando sentencia que en estos momentos lo que necesita México son héroes... y tiene razón.

Lo único que resta es colocar a nuestra héroe de plata en un pedestal de oro, simple y sencillamente porque así lo necesita un pueblo que quiere sentirse orgulloso de algo... de lo que sea.

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