El pasado domingo 16 de mayo el Papa Juan Pablo II canonizó a una mujer del siglo XX, preocupada por su crecimiento continuo en el amor de Dios y en el trato con él a través de una profunda vida cristiana en su vocación de casada, madre de familia, profesional de la medicina y contemporáneo ejemplo de lo que es el heroísmo en la auténtica defensa de la vida humana: don grandioso que en el caso de los padres y sobre todo de la madre, les hace partícipe de esa posibilidad originalmente divina, de generar nuevas vidas de seres hechos a imagen y semejanza de Dios.
La nueva santa: Gianna Beretta nació en Magenta en la Lombardía italiana en 1922. Médico de profesión, prestó una atención esmeradísima llena de calidad técnica y sentido humanitario a mujeres, niños, ancianos y pobres. En septiembre de 1961, estando encinta se le diagnosticó un tumor en el útero y tuvo que ser intervenida quirúrgicamente. Antes de la operación y confiando siempre en la Providencia, Gianna Beretta se mostró dispuesta a dar su vida para salvar la de la criatura que llevaba en su seno: “Si hay que decidir entre mi vida y la del niño, no duden, lo exijo, decidan por la suya. Sálvenlo”, aseguró a los cirujanos. Y así fue. El 21 de abril de 1962 dio a luz a Gianna Emanuela. El día 28 de abril, entre grandes dolores, murió santamente a los 39 años. Años antes, el 24 de septiembre de 1955, Gianna y Pietro Molla habían contraído matrimonio. En noviembre de 1956, nació su primer hijo, Pierluigi. En diciembre de 1957 viene al mundo Mariolina y en julio de 1959, Laura. Gianna lograba armonizar plenamente aunque con las consiguientes dificultades, los deberes de madre, de esposa, y médico.
Como ya dijimos líneas arriba en 1961, durante el segundo mes de embarazo recibe en su doble calidad de médico y madre el diagnóstico terrible que hace necesaria una intervención quirúrgica; antes de ser intervenida, suplica al cirujano que salve, a toda costa, la vida que lleva en su seno,y se confía a la oración y a la Providencia. Se salva la vida de la criatura.
Ella da gracias al Señor y pasa los siete meses antes del parto con incomparable fuerza de ánimo y con plena dedicación a sus deberes ordinarios. Se estremece al pensar que la criatura pueda nacer enferma y pide a Dios que no suceda tal cosa.
Dos milagros atribuidos a su intercesión en dos casos de embarazos por demás difíciles le han valido la proclamación de su santidad de vida. Queda pues esta italiana como un modelo muy actual de la heroicidad de la maternidad, en un mundo hedonista que por miedo a la responsabilidad o por un egoísmo bestial que sólo busca el placer y la comodidad, tiene miedo al milagro que supone cada vida humana.