EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Hora cero/Enemigos de los centros históricos...

Roberto Orozco Melo

En México hay ciudades que son ricas en monumentos coloniales, en el Altiplano y en el sur del país: Quéretaro, Guanajuato, Puebla, el propio Distrito Federal, etc, por mencionar unas cuantas, son poblaciones fundadas en el período de la Colonia, cuyas economías se desarrollaron a partir del auge de los enclaves mineros; de las zonas agropecuarias bien comunicadas; de un desarrollo comercial propicio o por que fueron políticamente importantes. En tales sitios construyeron residencias de importancia los habitantes adinerados; y relujaron sus iglesias, edificios y espacios públicos. Lo extraordinario es que todo ello sobreviva y constituya un atractivo turístico de primer orden.

En el Septentrión fueron pocas las poblaciones afortunadas; Zacatecas es una, pues las minas de oro y de plata explotadas allí, o en su entorno, propiciaron que las familias acaudaladas y las instituciones públicas construyeran edificios públicos y casonas de época, con calidad arquitectónica y nobles materiales que a principios del siglo XX fueron víctimas de la violencia revolucionaria; pero más tarde, en los años 70s., tuvieron oportuno rescate para subsistir bien conservadas y en buen servicio.

Saltillo se forjó, en cambio, como una población de agricultores laboriosos y pobres; mantuvo una modesta actividad comercial, dada su geografía: era único y seguro paso para el tráfico de muebles, personas y mercancías hacia o desde el Sur y el Norte. Santiago del Saltillo contaba con una estación militar real y su gemela comunidad San Esteban de la Nueva Tlaxcala mantenía cuadras de remudas caballares para su alquiler, así como grupos de escolta y guía integrados por bravos tlaxcaltecas.

Muy lenta, fue la edificación del centro urbano de Saltillo. Y muy lento su progreso. Era una ciudad achaparrada y gris, se dice. El patrimonio inmobiliario estaba formado de adobe y generalmente constaba de una sola planta, salvo los edificios públicos y las iglesias. La hermosísima catedral de Santiago tardó 165 años para construirse, y ello es inteligible; pero solamente pocas edificaciones fueron dignas de ser calificadas como monumentos coloniales. Lo más importante urbanísticamente se erigió a fines del siglo XVII, en el XIX y a lo largo del Siglo XX.

Podríamos decir que “nuestra casa es pobre, pero es nuestra casa” Y nos lo creerán, a condición de que dediquemos ahora nuestro esfuerzo a cuidar eso poco que tenemos, y a evitar que las estridencias urbanas de la modernidad, anárquicamente mezcladas con el ayer, demeriten las modestas huellas históricas de nuestra vida urbana. Es lo que intenta hacer el Ayuntamiento de Saltillo con el rescate de los barrios viejos.

En los países semicultos, como el nuestro, existen varios enemigos de la conservación de centros históricos; ellos son, según Antonio Castro Leal: El afán de enriquecimiento; un erróneo espíritu de modernidad; la locura del urbanismo y la ignorancia atrevida e influyente.

El afán de riqueza lo representan los ricos herederos de propiedades antiguas que poseían cierto valor arquitectónico, y fueron agraviadas por el paso de los años, de modo que reconstruirlas con respeto a su vocación original demandaría mucho gasto y ¿a qué propósito? Resultarían incómodas para casa habitación, de acuerdo a los estándares modernos; si arrendadas, devendrían incosteables; si vendidas... ¿quién querría comprarlas? Sólo el Gobierno y a tasa de catastro; así —piensan los dueños—mejor se queden en el abandono, y sean la incuria y el paso de los años quienes las derrumben, para que algún inversionista las adquiera como terreno y levante un edificio de oficinas, apartamientos o un local simplote y feo que aloje comercios de jugosa rentabilidad.

Otra oposición a lo antiguo nace de un erróneo espíritu de modernidad: Vivimos a un paso de Monterrey, que es ciudad vieja y es ciudad nueva; y estamos a dos pasos de las grandes urbes estadounidenses con los rascacielos de hierro y cristal como últimos alardes arquitectónicos; ante tales hechos ¿a qué preservar una ciudad llena de edificaciones viejas, decadentes y decrépitas frente a calles estrechas carentes de horizonte? En Saltillo, bendito sea Dios, dejó de ser una amenaza la ampliación de calles, porque la ciudad ha desplazado su crecimiento a nuevas y modernas superficies. Sin embargo, en el centro histórico, subsiste un caduco criterio de circulación vehicular que amogota y pone en conflicto al transporte urbano de personas.

A una sensata cultura urbana se oponen las locuras de un nuevo urbanismo, ejemplificado por quienes dan mayor importancia a las cosas que a las personas. Ampliar calles devino epidemia nacional por imitación extralógica de los actos autoritarios del regente Ernesto P. Uruchurtu en la capital de la República, durante los períodos de Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos. Cuantos crímenes urbanos se cometieron por ese nombre.

Otro obsesivo enemigo de los centros históricos es la ignorancia atrevida y venal que no da valor a los monumentos; y por lo tanto ignora las evidencias culturales de otras épocas, otorga licencias de destrucción tras el embozo de permisos de construcción, mantiene un odio ignorante hacia lo antiguo, las tradiciones, los caserones, los monumentos del pasado y la historia; todo en eras de lo nuevo, lo liso, lo sin gracia. El tema es apasionante, y no termina en el espacio de una columna. Continuaremos en otra.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 81054

elsiglo.mx