“De músico, poeta y loco todos tenemos un poco”, fue la respuesta de mi abuela materna cuando, imberbe aún, le mostré una cuarteta escrita para la tarea escolar, calificada con un “bien” por mi profesor de sexto año, don Lorenzo Gámez, en la escuela Benito Juárez. Mamá Lola no se dejaba seducir por mis engendros dizque literarios y se salía por la tangente antes de arriesgarse a estimular mi incipiente creatividad. “Así empezó Tana La Loca”, concluyó...
De la antigua Villa de Patos, donde vivía mi abuela, era nativo el famoso abogado, político, diplomático y poeta de excelencia, don Jesús Flores Aguirre, amigo de mi familia, quien solamente iba al pueblo de vez en cuando; no sus hermanos: don Daniel y don Mauricio, que ahí vivían y eran a un tiempo rancheros y comerciantes. En las vacaciones escolares, apenas descendía del tren que comunicaba a Parras con General Cepeda y viceversa, me aprontaba con uno u otro para preguntarle: ¿No ha venido el licenciado? La respuesta era siempre la misma: “No, pero ya vendrá”. No salía desilusionado del todo, pues como consolación les pedía y me prestaban, un caballo blanco, arrocillado, de mansedumbre franciscana, en cuyo lomo paseaba muy orondo por todo el pueblo mientras repetía, en voz baja, uno de mis versillos bucólicos dedicados al también pueblo natal de mi madre. Pobre de mí, sólo aquel noble equino los oía...
Al otro día me preguntó don Mauricio: “Oye Beto, ¿y para qué quieres ver a mi hermano Jesús?” Le respondí: Para que me regale uno de sus libros y... por si quiere leer unos versos míos, a ver qué le parecen. ¿Los quiere leer usted?... Don Güicho soltó la carcajada al tiempo que echaba maíz al cucharón de la romana, lo que me detuvo de enseñarle el arrugado papel que traía en la bolsa trasera del pantalón. “No, hombre, si ni los versos de Jesús leo”. El afamado poeta pateño jamás supo mis ilusiones y murió, harán próximamente 50 años sin conocer una sola línea por mí escrita. Mejor, quién sabe qué hubiera dicho de mis mamotretos. Al paso del tiempo abandoné la manía de ser poeta, no sin antes parir —expresión meramente metafórica— varias composiciones líricas que ahora me ruborizaría releer...
Médico no, pero loco y poeta sí, pensé después. Aspirar a ser poeta es una forma benigna y bendita de locura, ni duda cabe. Hay otras peores, la de hacer versos es la sublime enajenación de los sentimientos y las palabras y a veces de la razón. Artistas de fama universal tuvieron esa caidita: Walt Whitman, por ejemplo, exhibía signos patológicos en sus expresiones místicas, carnales, apocalípticas, evangélicas; ínclitas en el tono genial de toda su poesía y muy evidentes en “Hojas de Hierba” y “Canto a mí mismo”. Muchos hombres públicos también cojearon de esa pata demencial. ¿No hubo alienación total en aquel piromaníaco emperador romano llamado Nerón? Y más cerca de nosotros, cuánta evidencia de desarreglo psicológico dio el presidente Luis Echeverría, ya con sus desmesurados horarios de trabajo, ya con su desmedido proteccionismo económico a estudiantes alborotadores, —a muchos hizo secretarios de Estado— ya con sus egomaníacas gestiones para obtener el premio Nobel de la Paz. José López Portillo, por su parte, devino maniático-obsesivo de la trascendencia histórica, la cual finalmente logró en forma negativa a través de sus desvaríos sensuales y connivencias político-financieras.
Otros locos locales, en apariencia descarados, no lo fueron realmente. El inefable Adrián Rodríguez, economista non e impulsor de Saltillo, Ramos Arizpe y Arteaga como Ciudad Lux, capital del mundo, era considerado un demente. Yo mismo llegué a creerlo, pero ahora no estoy tan seguro de ello. Solía comunicarse con los ciudadanos a través de panfletos de su autoría, los cuales vendía por las calles de Saltillo. En ellos concitaba la generosidad de sus paisanos, cosa harto difícil de lograr, invitándoles a dejar en las banquetas la feria o calderilla que llevaran en el bolsillo para el beneficio de los necesitados. En otros volantes lanzaba su candidatura a la Presidencia de la República. Sibilítico proponía 40 pesos de salario mínimo a quien trabajara y 20 pesos a quien no lo hiciera. O censuraba a los mandatarios federales en ejercicio. Cuando uno de éstos venía a la capital de Coahuila, el Estado Mayor Presidencial se hacía presente dos días antes y lo entabicaban en la cárcel hasta que terminaba la gira.
Adrián llegó un día a mi imprenta —¡cuántas cosas he hecho en la vida!— con un original en la mano para que le maquilara un tiraje de esos volantes. No era la primera vez que hacíamos uno. “¿Cuánto me cobras?” dijo, sin más. ¿Cuántos volantes quieres” le contesté. “¡Mil!” tronó su voz. ¡Setenta pesos! ——retronó la mía— ¿para cuándo los quieres? Contó con los dedos y exclamó: “¡Para el viernes y ahí está la lana!” Pagó y me preguntó, al notar que lo leía detenidamente: “¿Qué te parece?” Muy bien, no estás tan loco —le dije, riendo— pero saltó ipso facto: “¿Loco yo? ¿Cómo ves, estaré loco?... Tú me cobras siete centavos por cada papelito y yo los vendo a siete pesos. ¿Estaré loco?”
Adrián salió frotándose las manos mientras yo rehacía las erráticas cuentas, ¡Qué bárbaro! El loco y tonto de la cabeza era yo, tal como profetizó la abuela Lola que yo iba a acabar si seguía buscando musas en las nubes...