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Hora cero/La tarea que nos toca...

Roberto Orozco Melo

En 1911 don Francisco I. Madero ganó las elecciones para Presidente de la República apoyado por dos difusos partidos: el Antirreleccionista —en cuya dirigencia se libraba una pequeña guerra civil por la candidatura a la Vicepresidencia— y el Partido Católico. No los necesitó, pues la popularidad de haber sacado a don Porfirio Díaz de la Presidencia de la República fue suficiente para que todos los mexicanos le dieran su voto. Ni Venustiano Carranza, ni Álvaro Obregón, necesitaron de un partido que los apoyase en sus aspiraciones presidenciales: el primero se respaldó en el prestigio de su lucha contra Victoriano Huerta y en la recién promulgada Constitución de 1917; Obregón, por su parte, contaba con un apoyo menos lucidor, pero más efectivo: las fuerzas militares federales. Poco después Plutarco Elías Calles, ayudado por León Toral, evitó que se consumara la reelección de Obregón en 1928. De ahí en adelante se convirtió en el hombre fuerte de la Revolución.

Elías Calles imaginó poco después un partido nacional revolucionario que controlara las disputas de los caudillos militaroides, y lo hizo realidad el cuatro de marzo de 1929. A partir de entonces los candidatos a presidentes de la República se apoyaron en las tres versiones sucesivas del engendro callista: el originario PNR, el PRM y el PRI. Por setenta años este partido mandó en el país, pero desde 1976 en adelante los partidos de oposición empezaron a tener juego gracias a la Reforma Electoral de Jesús Reyes Heroles.

A cambio, Vicente Fox Quesada, un agente de la Coca Cola, no necesitó de ningún partido en los comicios del año 2000; solo usó el escudo y los colores de Acción Nacional como medio de identificación para su campaña electoral, dirigida por un grupo de estrategas contratados por el empresariado mexicano, que además aportó las sumas de recursos económicos suficientes para evitar que un disminuido PRI ocupara de nueva cuenta la Presidencia de la República, cuando ya estaba casi concluido el deterioro priista iniciado por Miguel de La Madrid, seguido por Carlos Salinas de Gortari y concluido por Ernesto Zedillo.

Hoy, la República se encuentra a dos años plazo de enfrentar el segundo proceso democrático nacional para renovar los poderes Ejecutivo y Legislativo del Gobierno Federal; pero preocupa que los ciudadanos muestren su desconfianza hacia los partidos políticos: los acusan de no tener credibilidad moral, política y social. Están huérfanos de líderes. No sustentan ideología alguna. Tampoco enseñan conductas éticas plausibles y paradigmáticas. En las dirigencias pululan las ambiciones de poder, dinero y protagonismo. Se malversa el dinero público, las funciones públicas y los deberes políticos. Existe una gran tortuosidad en sus actitudes y conductas ante la sociedad. Y exhiben, todos ellos, una gran dosis de desverguenza, para colmo de males. La paja que causaba escándalo en el ojo del PRI, es ahora una descomunal viga en los ojos de todos los partidos.

Lo que en las dirigencias nacionales resulta escandaloso, en las dirigencias estatales se torna ineficacia, desorganización y ausencia de recursos políticos. No existe trabajo en las organizaciones de base, se soslayan los problemas comunitarios y se evade la crítica social. Hay asuntos que deberían concitar el debate público en la sociedad, pero se acallan; los líderes en vez de opinar y de actuar prefieren cerrar la boca y aplican su ingenio en planear los cochupos internos de control partidista. Las organizaciones políticas malversan su capacidad crítica y orientadora. A dos años del próximo relevo presidencial es tiempo de empezar a preocuparnos. Hemos perdido casi cuatro años en el proyecto para encauzar al país por rumbos nuevos y creadores. Tenemos muy claro el diagnóstico de nuestros males, pero no atinamos con una adecuada terapia para su cura; nuestros diputados y senadores han sido omisos en su trabajo legislativo, y el Presidente de la República, Vicente Fox Quesada, se ha extraviado en el laberinto de Los Pinos; y así el Gabinete está sin gobernalle y el país también, por consecuencia.

Si no tuviéramos más que perder, pues lo tenemos, los mexicanos deberíamos perder el sueño con esta preocupación vital. Dar a conocer lo que nos angustia del futuro: sintetizado en el bienestar de las siguientes generaciones. Si tan sólo dedicaramos estos dos restantes años del sexenio foxista a la tarea de estructurar una democrática Reforma de Estado, olvidándonos de satisfacer ambiciones de partidos, de grupos políticos, de sociedades anónimas, de sindicatos nacionales, de Iglesias, de cualquier grupo social que no persiga fines nobles y patrióticos, podríamos hacer una parte de la tarea que nos toca. Pero...¿querremos hacerla?

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