Pronto se cumplirán 50 años del día 27 de junio de 1954. Aquel día empezó a llover con intensidad sobre las cuencas tributarias del viejo río Grande, lejos de Ciudad Acuña y de Piedras Negras Coahuila, cuyos miles de habitantes dormían confiados. Nada sabían del aguacero, ni que la corriente del río Diablo, se hubiera crecido en la porción suroccidental de Estados Unidos y avanzara hacia la frontera con México. El agua ascendía a los promontorios, bajaba al desierto e inundaba la sabana hasta reencontrar y reconocer el antiguo cauce de su natural destino, el mexicano río Bravo que corría ominoso bajo una persistente lluvia.
No había entonces más comunicación que el teléfono. Alguien con experiencia e intuición en las cosas de la lluvia y de los ríos tuvo la oportuna iluminación de prevenir la emergencia ante el Gobierno de Coahuila y alguien más respondió en las oficinas gubernamentales. Así fue notificado el secretario de Gobierno, licenciado Neftalí Dávila y éste informó al gobernador Román Cepeda Flores, que se encontraba en México. Ninguno de los dos puso en duda la certeza del aviso. ¿Sería una broma?
En las cosas de Gobierno vale más exponerse al ludibrio público que a la prevaricación. Don Neftalí recuerda las palabras del gobernador: “Hazte cargo, yo salgo rumbo a Piedras Negras”.
El primer pensamiento de los funcionarios fue evacuar ciudades y rancherías y lo hicieron en relampagueante operativo. La colaboración fue abrumadora; no obstante, hubo personas que se quedaron, a riesgo de sus vidas, para cuidar sus bienes...
En Acuña y Piedras Negras se buscaron sitios para instalar campamentos con improvisadas carpas de campaña. En Piedras Negras se ubicó en el terraplén de una loma ––hoy la colonia 28 de Junio–– y se instaló un transitorio hospital. Cuando las aguas turbulentas del río Bravo se salieron de madre en la cercanía de las dos ciudades, la mayor parte de los damnificados estaba a salvo en el alto; no obstante, el desastre causado por la tromba fue mayúsculo.
El gobernador Cepeda Flores y muchos de sus colaboradores dirigieron las labores de rescate, auxilio y atención a la gente, acompañados de las autoridades municipales y del comandante y tropa de la VI Zona Militar. Quienes laborábamos en la secretaría particular del Gobernador, a las órdenes del inolvidable licenciado Salvador González Lobo, servimos de enlace entre el campamento, los diversos comités municipales de apoyo y la secretaría de Gobernación; en este caso con reportes constantes sobre el estado del operativo.
Por más de una semana, el Gobierno estatal y los municipales mantuvieron horarios continuos de trabajo hasta que la situación de emergencia pasó a la etapa de reconstrucción de viviendas y reorganización de la vida colectiva en Acuña y Piedras Negras.
Estas dos poblaciones revivieron el lunes pasado la angustia y el drama de aquel viejo episodio, sólo que ahora la tormenta pluvial azotó sobre la alta Sierra del Burro, de donde el agua bajó veloz e impetuosa por cañadas y recumbencias hasta encauzar su alebrestado avance sobre la afluencia del río Escondido ––seco ya, pero habitado en sus márgenes–– y destruir callejones, casas, vehículos; provocando muerte y desolación en San Juan de Sabinas y en Nueva Rosita; antes de ir rumbo al Norte hasta la Villa de Fuente, una hermosa comunidad al sur de Piedras Negras, a la que dañó sin cuenta y ahogó a más de treinta personas.
El gobernador Enrique Martínez y las autoridades federales y municipales auxiliaron, desde las primeras horas a la población damnificada. Hoy siguen allí, según noticias, apoyando a las familias sin hogar y trazando un plan de rehabilitación de la zona depredada, el cual seguramente incluirá la reconstrucción de los hogares afectados.
Los medios de comunicación dieron cuenta oportuna de los hechos y no se trata de tornar a reseñarlos, sino de reflexionar un poco sobre ambas tormentas y otras sucedidas al transcurso de 50 años, en Coahuila y en el noreste. Dada la aridez de nuestro territorio nos angustia más el desesperante secano que los riesgos mortales de los siniestros pluviales. Nuestra topografía, se dice, carece de cuencas naturales que faciliten la construcción de obras para contener o regular el agua de lluvia y sin embargo cada evento pluvial encuentra los viejos cauces y aunque la sequía los borre de la tierra, el agua no los olvida y los recupera.
Ahora mismo, en La Laguna, existe una ardua polémica sobre la construcción de una o dos presas; además los sabios ––hoy no existe materia a salvo de sabios–– alegan en otras partes del mundo que las obras de contención del agua dañan al ambiente y contaminan los acuíferos subterráneos. Sépalo Vargas, pero la tradición oral y los rancheros ––cuya poca experiencia podría aconsejar mejor que la mucha ciencia–– no dicen lo mismo.
Se debe prohibir la construcción de habitaciones en las márgenes de los arroyos y de los antiguos ríos, como una medida preventiva permanente. Sólo la extrema necesidad arrastra a nuestra gente pobre a instalarse a la orilla de cauces en desuso aparente, sin permiso de los organismos municipales o bajo la viciosa práctica populista de tolerar coyotes, líderes y fraccionadores que lucran con la falta de vivienda.
Para combatir esto basta obedecer la Ley, pero se necesitan productos de gallina para comprometerse en la tarea. Cada tragedia natural carga su propio mensaje y debemos leerlo en la línea de los sucesos, con espíritu autocrítico y férrea voluntad para que, pese a los fenómenos meteorológicos, no haya más muertes qué lamentar, no importa cuánto cueste reubicar las zonas habitacionales en peligro y se impida con la Ley en la mano un futuro soslayo municipal para los fraccionadores ilegales.