En los años previos a 1947 el problema más álgido de nuestro sistema de contribuciones públicas era su falta de uniformidad. Como los primeros niveles de Gobierno, el federal y el estatal, detentaban un poder político mayor, sus tesorerías se servían con la cuchara grande al seleccionar las mejores fuentes tributarias, y dejaban las improductivas para el tercer nivel: los municipios, que recibían las migajas del simbólico pastel del ingreso fiscal. Ante la demanda generalizada en el país por una mejor justicia contributiva, el gobierno de Miguel Alemán Valdez decidió convocar a una Convención Nacional Fiscal -la tercera en el siglo XX- para que analizara la desigualdad imperante.
De ahí que una de sus conclusiones recomendara la elaboración de un plan nacional de arbitrios tomando en cuenta la necesidad de que las haciendas públicas de los tres niveles de Gobierno tuvieran ingresos directos de fuentes impositivas propias y otros ingresos derivados, y participaran de los impuestos establecidos, administrados o recaudados por las otras dos entidades: la Federación y los Estados. En las fuentes comunes de tributación debería establecerse un sólo impuesto, recaudado y administrado por alguna de las tres entidades, cuyo rendimiento se distribuyera conforme a bases generales, previamente establecidas.
Estas y otras recomendaciones más fueron aprobadas por los convencionistas fiscales sin resultados prácticos, pues el presidente Alemán las recibió, las leyó y nada hizo para ponerlas en práctica, por lo cual se estrechó todavía más la penuria de los estados y de los municipios. Estos problemas aumentaron conforme pasaban los años, y con el tiempo transcurrían los ejercicios legales de los Gobiernos presididos por el siempre presente, autoritario e inapelable gran señor de Los Pinos, cuyo rostro afable cambiaba cada seis años y los vicios del sistema seguían adheridos a la espina dorsal del país como un cáncer maligno e incurable.
Veinte años después, los alcaldes de los municipios coahuilenses, al igual que otros de la República, sudarían la gota gorda para completar el pago de las nóminas magisteriales. Los de Coahuila sufrían los efectos de la antipatía política entre Francisco I Madero y Venustiano Carranza. Cuando aquél, triunfante en las elecciones post-revolucionarias, asumió la presidencia de la República quiso mostrar su cariño por el estado que lo había visto nacer y mandó profesores de educación básica a servir en las cabeceras y zonas rurales del Estado. El mandatario de Coahuila Venustiano Carranza, personaje naturalmente sensible, interpretó aquella decisión como un acto invasor de sus facultades como gobernador y rechazó los nombramientos, en un gesto olímpico de autonomía que mucho lució ante sus corifeos, pero pasó a degüello toda posibilidad de desarrollo urbano para las localidades coahuilenses, pues ¿de dónde obtendrían los ingresos necesarios para pagar las nóminas que crecerían, año tras año, ya por nuevas plazas, ya por conquistas sindicales, ya por otras razones?
De ahí en adelante en los Ayuntamientos coahuilenses se temía la llegada de los días quince y último de cada mes en que debían pagar, contantes y sonantes, los montos de las nóminas. Era sufrido trajinar de banco en banco, de amigos en amigos, para obtener préstamos a cortísimo plazo que les permitieran darse el lujo de la puntualidad en el pago; pues en caso contrario sobrevendría el paro del personal sindicalizado, las reconvenciones del gobernador en turno y las críticas de los periódicos.
Este viacrucis de los presidentes municipales acabó en 1974 gracias a la imposición federal de un cuatro por ciento sobre los ingresos mercantiles y la firma de un convenio de participación entre la federación, el estado y los municipios, en el cual, y como siempre, la Secretaría de Hacienda atraía para sí la parte del león; pero algo importante se obtuvo. Los municipios de Coahuila y de otras entidades fueron redimidos de la obligación de pagar a los profesores, y en el país la desigualdad fiscal atrajo la atención de los medios de comunicación y de los sectores económicos y sociales, con lo cual hubo nuevas disposiciones que condujeron por mejores rutas el destartalado carricoche del sistema fiscal mexicano, sin que la Presidencia de la República ni la Secretaría de Hacienda abandonaran sus virtuales y conocidas facultades omnipotentes y paraconstitucionales.
La autonomía de los Estados y los Municipios, consagrada por la Constitución y el Código Municipal, devinieron totalmente teóricas, pues ambos niveles carecen de un propio sistema fiscal y quedan, año tras año, a expensas de lo que buenamente gusten darles el señor Presidente y la Secretaría de Hacienda: ni más ni menos que aquel metafórico “domingo”, del cual dijo el diputado Heriberto Jara en 1916, que les daba el presidente de la República, en vez de respetar sus facultades constitucionales para que las entidades federativas y los municipios decretaran impuestos propios y los usaran libremente en beneficio de las sociedades que gobiernan.
Esto y no más, pero tampoco menos, es lo que esperamos los mexicanos todos de la recién iniciada IV Convención Nacional Hacendaria o Fiscal; como gusten llamar nuestros tecnocráticos funcionarios públicos a lo que inició el pasado cinco de febrero.