En estos días hemos tenido varias noticias de México; Distrito Federal: unas malas y otras peores, pero por ahora no hay de otras. ¿O será que desde el fatídico 1982 nos acostumbramos a leer sólo las peores?
Abrimos la semana con la novedad de que la enseñanza secundaria del país sería reorganizada bajo el pretexto de poner énfasis en solamente cuatro aspectos que la Secretaría de Educación Pública considera fundamentales. Ellos son: lengua (esperamos que la española, no la inglesa) matemáticas, ciencia y tecnología.
Lo que se busca, aparentemente, es reducir las horas de academia en la escuela secundaria, para ocuparlas ¿en qué? La airada respuesta de los maestros, historiadores, intelectuales y políticos no se hizo esperar y desde entonces ha llovido en la milpa de la Secretaría de Educación Pública.
En México cualquier intención por consolidar una Reforma Educativa se torna delicada, pues el viejo debate ideológico del siglo XIX –conservadores contra liberales- trasciende y preocupa a la sociedad del siglo XX. Constituye algo para tratar con pinzas y aún se correría el riesgo de comprometer la tranquilidad pública y la estabilidad de la nación. Esto contradice la repetida falacia de que en este mundo globalizado, financiero y mercantil, no hay un lugar para la discusión de los principios ideológicos. El lugar ha existido y permanece entre los mexicanos liberales y conservadores que mantienen la inmanente inquietud de prever cuál debe ser el destino de la sociedad.
Reflexionar con responsabilidad en materia ideológica y convencer o vencer en la política práctica no fue, en el siglo XIX, un simple ejercicio dialéctico. En realidad estaban inquietos por encontrar el mejor sistema de Gobierno para nuestro país, recién independizado; la ansiedad por el proyecto de cada partido encontraba cauce en la exposición de las ideas políticas: la democracia, el centralismo, el federalismo, todo era un campo verde al que México arribaba más verde todavía después de que Francia, Estados Unidos y otros países europeos habían encontrado su ruta. Nuestra nación había vivido 300 años bajo dos severas dominaciones: la de la monarquía española y la de la Iglesia de Roma, versión Madrid. A tales tósigos se agregaban los hacendados españoles y criollos –minas, recursos forestales, agricultura y ganadería– que satisfacían la infinita sed de explotación de las riquezas naturales de la América española.
Bueno, nos dirá usted y ¿qué tiene qué ver todo ese rollo con la enseñanza o no, de las culturas precolombinas a los imberbes estudiantes de secundaria? Tiene qué ver con que los estadistas mundiales y los nuestros of course, quienes quieren que las sociedades humanas caminen como Lot y su mujer caminaron en el desierto, sin mirar atrás; mas no por el miedo a quedar convertidos en estatuas de sal sino porque los nuevos mesías del comercio abominan los pasados nacionalistas y se asustan con los vocablos tabú satanizados por el nuevo orden mundial: independencia, soberanía, patriotismo y justicia social. El presidente del negocio global y sus consejos de administración temen que la enseñanza de la historia pueda meter en la cabeza de los mexicanos la mala idea de rescatar la libertad de discernir y rechazar lo que llaman libertad de comercio, tan cara a los neoliberales salinistas que nos la impusieron sin previa consulta en 1993.
Por eso el actual Gobierno se esfuerza en desaparecer para el futuro la conciencia histórica del mexicano, construida gracias al conocimiento de nuestro pasado, nuestras costumbres, nuestras tradiciones y todo lo que integra la cultura de una de las dos vertientes originarias de nuestra nacionalidad: la mesoamericana. Es el avance de la pragmática del hot-dog, la hamburguesa, las telenovelas, el colonialismo mercantil, el big-brother, la música esperpéntica, la historia universal falsificada y todo lo que pueda caber, aunque lo rebase, en ese gran club sándwich que es la teoría política, económica y social occidental (estadounidense, diríamos nosotros) sintetizada y sacralizada en los billetes de a dólar con la frase “In God we trust”.
Hay ciudadanos de buena fe quienes para defender a medias al gabinete del presidente Fox comparan a sus ministros con los priistas de antaño y los exculpan de sus tonterías diciendo: “Son buenos, son bien intencionados, pero les falta colmillo”. La bondad y la buena intención alcanzan el grado de virtudes teologales en la conducta privada, pero en la administración pública resultan cualidades peligrosas. “Es que hay pocos –justifican otros– que quieran trabajar en la política”. De acuerdo, pero allá ellos. Unamuno repetía a Platón en uno de sus artículos de prensa “El mayor castigo de los buenos que rehuyen la responsabilidad del Gobierno es que serán gobernados por los peores; pero hay algo peor que ser gobernado por el peor en sentido moral y esto es ser gobernado por el más torpe, el menos inteligente. ¡Y es que hay cada político!”…